jueves, 27 de marzo de 2014

La Naturaleza quiso hablarme,y yo la escuché con gusto.

No sabría decir por qué, pero el insomnio y un imperioso deseo de escapar me habían llevado de madrugada a caminar por las calles fantasmas, a pasar por delante del cementerio donde los muertos dormían o se despertaban, a atravesar el bosque en penumbra y alcanzar mi lugar secreto en medio de aquella frondosa inmensidad. Era una piedra enorme y plana, en un pequeño claro, desde donde se podía ver, unos metros más abajo, un pequeño riachuelo de aguas heladas y cristalinas.
Soplaba un viento fresco que mecía los árboles y hacía que me estremeciera. Me tumbé con las manos en la cabeza, a modo de almohada. La roca aún conservaba algo de calor. Era agosto y me encontraba en un pueblo perdido en mitad de las montañas, pero algo de sol podía llegar a cogerse.
Sólo llevaba puesto un vestido fino de algodón, pero en realidad estaba tapada y arropada por un tupido manto de estrellas. Si algo amaba del pueblo, era poder ver por la noche el cielo salpicado de astros. Cuando volvía al caos y al estrés de la ciudad, los echaba mucho de menos. Parece que las estrellas, con el ajetreo, se asustan y huyen. O tan solo  están tan asqueadas por cómo nos encargamos de destruir lo que un día fue naturaleza y belleza, que se niegan a dejarse ver. O puede que tan solo sea por la contaminación lumínica. Una mezcla.
Adoraba ser testigo de tanta belleza. Ansiaba memorizar el mapa galáctico en mi memoria, pero no era lo mismo. Bajo aquel inmenso firmamento me sentía insignificantemente pequeña, pero a la vez, una parte del universo. Todas aquellas estrellas habían estado millones de años antes de mi nacimiento, y lo seguirían estando tras mi muerte. Eran algo así como las pequeñas, brillantes y casi eternas testigos de la Historia. ¿Cuántas desgracias habrían presenciado a través de los siglos? ¿Cuánta gente habría quedado embelesada apreciándolas y se había sentido maravillosamente infinita, justamente como yo lo estaba haciendo? Millones. Muchos millones.
Desde mi zona podía ver el lago, asomándose tímidamente entre los árboles. No sabía qué hora era y realmente poco me importaba, así que me acerqué, con pasos lentos y suaves. Al principio pensaba que estaba sola, pero me equivocaba. El bosque a aquellas altas horas de la noche estaba muy lleno de vida. Numerosos pares de ojillos, pertenecientes a pequeñas aves nocturnas, me observaban fijamente desde las ramas de los árboles. Se oía el correteo de los conejos y las liebres y el crujir de las hojas a su paso, e incluso pude ver de lejos un zorro moviéndose en silencio, con elegancia, entre zarzas.
Si en ese momento pudiera haberme enamorado perdidamente del lago, lo hubiera hecho. Adoraba aquel estanque durante el día, pero por la noche era algo parecido a un paraíso terrenal. Parecía sacado de alguna novela de fantasía, y daba la impresión de que, de un momento a otro, un grupo de ninfas hermosas de piel blanca y tersa y larga cabellera rubia iban a emerger de las aguas claras y me iban a invitar a nadar junto a ellas. Estaba tan quieto el lago, en calma, tan imperturbable, que parecía de hielo o cristal. La luna llena se reflejaba justo en el medio; blanca, brillante, espléndida. En la lejanía se oyeron de repente varios aullidos de una manada de lobos que le rendían devoción y le declaraban su amor, ellos también habían caído rendidos ante semejante belleza.
El lago era enorme, y en la otra punta apreció un ciervo entre la maleza. Era esbelto y hermoso, con una gran cornamenta. Se acercó a la orilla y bebió, con unos movimientos extremadamente delicados, parecidos a los de una bailarina de ballet. Me acerqué en silencio a donde el agua y la arenilla se fundían, pero debí de hacer demasiado ruido, porque el ciervo me oyó y salió despavorido. Toqué el agua con la punta del pie. No estaba demasiado fría. Metí los dos pies. Me apetecía bañarme, pero no llevaba ropa de baño, tan solo mi vestido. Por alguna extraña razón, por simple pudor o por la sensación de no estar sola no me apetecía quedarme en ropa interior. ¿Qué diría mi madre si aparecía en casa de mi abuela a las tantas de la madrugada y con el vestido empapado? Lo pensé de otra forma. Era verano. Quería hacer locuras, cosas que se salieran de la línea, correr riesgos, sentir la adrenalina correr por mis venas y hacer latir mi corazón con fuerza. Sin pensármelo dos veces, trepé por una roca elevada, conté hasta tres, y me lancé al agua.
¡Sí, sí estaba fría! Un latigazo helado me sacudió de la cabeza a los pies y tuve que ahogar un grito. Morir de hipotermia no entraba en mis planes, así que empecé a nadar para entrar en calor.
Tenía tanta suerte de todo aquello. Me sentía tan afortunada de que la madre Naturaleza me dejase formar parte de todo aquel secreto.
Cuando hube perdido la sensación de frío nadé hasta el centro del lago, justo donde la luna se reflejaba, e hice el muerto boca arriba, flotando como un tronco.

Momentáneamente, todo se paró. No existía el mundo, no existía nadie más, tan sólo éramos la luna, el lago y yo. Conecté con la naturaleza, y me llenó de energía. Sentí una paz infinita… que poco a poco me relajó, y mis músculos se tranquilizaron…el lago me mecía, y mis párpados se cerraban…por mucho que lo deseara, si me quedaba acabaría dormida….así que avancé a brazadas hacia la orilla y salí. Busqué las sandalias que me quité al entrar, pero no estaban donde las había dejado. Sin embargo, esto no me infundió miedo, me importó bien poco. Volvería descalza, pisando hierba, tierra y piedras, prolongando un poco más mi contacto directo con la natura. El vestido se me pegaba incómodamente y ya estaba muy cansada, así que emprendí el camino de vuelta a casa, abandonando aquel paraíso secreto y a sus moradores, mientras el ciervo, la luna y demás criaturas observaban curiosos mis pasos.

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