En el
aviario de la reina sólo había palomas blancas Las aves de caza sólo se les
permitía a los hombres tenerlas, pero, igualmente, la reina Deidre sólo elegía
este tipo concreto de pájaro, y únicamente en este color. Solía decir que le
transmitían paz, pureza y belleza; tres valores que de alguna manera, podían
verse reflejados en su persona.
La reina
pasaba gran parte del tiempo allí, en lo alto de una de las torres del
castillo, cuidando de sus palomas y contemplando la verde campiña que se
extendía por todo el reino. La vida en palacio no estaba hecha para ella. Fue
algo que supo desde la primera vez que puso un pie allí. Los bailes, la
etiqueta, las convenciones sociales y los formalismos tan exacerbados
comprimían a Deidre casi tanto como los rígidos corsés que tenía que llevar a
diario. Odiaba todo lo que tuviera que ver con palacio. Detestaba estar con sus
damas de compañía (era consciente que opinaban de ella que era una excéntrica y
una mala reina). Tampoco soportaba contar con el servicio de tantos lacayos, ni
criadas que la ayudaran a vestirse ni le preparasen el barreño de agua caliente
por la mañana. Eran tareas que podía hacer perfectamente sola.
En el fondo,
Deidre pensaba que no pintaba nada allí. Que muchas otras candidatas hubieran
desempeñado un mejor papel que ella a la hora de reinar. Pero el rey la había
elegido a ella. Aquello fue al mismo tiempo una bendición y una maldición
Deidre no quería ser reina. No quería ser la soberana de nadie. Ella sólo
ansiaba ser anónima, libre, cabalgar por los verdes prados y fundirse con el
viento. Pero, en lugar de eso, estaba condenada a convertirse en la figura
impoluta, magnánima y deslumbrante que se supone que una reina representa, y
ella sabía que nunca llegaría a ser.
No pasaba
mucho tiempo con el rey. No porque no lo amase. El rey Arneot era un hombre
ilustre, bueno y honorable, que nunca la juzgaba y era permisivo con sus
modales poco comunes y sus rarezas. Pero era un rey completamente volcado con
sus súbditos. Se debía a su pueblo. Deidre no. Y cuando Arneot no estaba de
andanzas por sus dominios, se lanzaba a cruentas campañas contra otros reinos,
de las que casi siempre salía victorioso. Pero cuando volvía de la batalla
herido, Deidre se encargaba personalmente de curarle utilizando los remedios y
los ectoplasmas que le enseñaban a preparar las curanderas que habitaban en los
bosques del reino. Ese era otro motivo por el que Deidre era duramente
criticada: sus compañías. Prefería irse con las mujeres de los bosques,
popularmente conocidas por sus prácticas poco ortodoxas y los rumores que las
acusaban de brujería, antes que con las damas de alta alcurnia de palacio. Y
cuando volvía de esos encuentros, montada en su yegua Tara, con la larga melena
escarlata suelta y el rostro decorado con unas extrañas runas, era mirada con muy
malos ojos. Era el único momento en el que dejaba de ser Deidre La Reina y era
Deidre A Secas. Cuando se quitaba la máscara y todo el peso de la corona, que
continuamente llevaba sobre sus hombros. Escapaba de todo aquello para
descansar y reunir fuerzas para seguir representando la pantomima a su vuelta.
En cuanto regresaba, era interceptada por sus sirvientas, que la bañaban y
adecentaban para que nadie la viera de esa forma y volviese a ser una soberana
en condiciones.
Un día,
Deidre decidió acompañar al rey en un peregrinaje a una de las aldeas más
remotas del reino, lugar natal de Arneot, Brenna. Brenna se encontraba entre
dos montañas coronadas perpetuamente de nieve. El clima era extremo, pero la
reina quería conocer la aldea de su esposo; además, el tedio y la monotonía de
la vida en el castillo la aburrían soberanamente. Durante todo el camino,
Deidre cabalgó al lado de Arneot, montada en su yegua a la manera masculina, y
no como una dama debía hacerlo. Tras la pareja iba toda la corte real, todos
los nombres que acompañaban siempre al rey como si fueran su sombra. Tardaron
demasiado en llegar, mucho más de lo calculado inicialmente, debido a que una
ventisca les sorprendió en mitad del trayecto y tuvieron que refugiarse donde
buenamente pudieron. Finalmente, tras varias semanas de travesía, comenzaron a
divisar a lo lejos un cúmulo de casitas de piedra en la lejanía. Cuando iban a
penetrar en la aldea, Arneot desmontó de su caballo, en señal de humildad. No
quería entrar en su pueblo siendo un monarca, sino un aldeano más. Deidre hizo
lo propio, y el resto de la comitiva se unió al gesto Caminaron entre senderos
de tierra, observando cómo los vecinos se iban asomando a las ventanas y
saliendo a la puerta de sus hogares para contemplarlos al pasar. Recorrieron la
aldea hasta llegar a una cabaña modesta situada en el corazón de Brenna, donde
residían los padres del rey, Brigitta y Kelleher. En efecto, Arneot no era hijo
de reyes. Cuando sólo era un muchacho, fue elegido para trabajar como mozo de
cuadra por el propio rey predecesor, Aodhaigh. Prácticamente se crió en el
castillo, y poco a poco se acabó convirtiendo en un hijo para el rey, viudo
tras perder a su esposa y a su hija debido a una grave enfermedad. Arneot le
demostró a Aodhaigh todas las cualidades que le convirtieron, a la temprana
edad de 16 años, en su mano derecha, y así fue cómo el rey, en su lecho de
muerte, le nombró su sucesor.
Por el
contrario, Deidre era originaria de un pueblo de costa en el extremo norte del
país. Su infancia transcurrió entre mareas y el olor a sal en la piel. Ella también
adoraba su pueblo. Sagara era el paraíso en la tierra para ella. Pero el abuelo
de Deidre, Niord, formaba parte de la corte de Aodhaigh, por lo que,
periódicamente, Deidre y sus padres hacían una larga peregrinación hacia la
capital para visitar a Niord. Un día, cuando Deidre contaba sólo con quince
primaveras, visitó, como era habitual, el castillo. Su abuelo se encontraba en
un consejo junto al rey y su corte, por lo que les hicieron esperar a ella y a
su familia en una sala aledaña. Tras una espera que les supo interminable, la
puerta se abrió y se introdujo en la estancia la comitiva real, encabezada por
el rey. Detrás de él, cual sombra se tratase, caminaba suavemente como si
flotara, un joven mancebo, de ojos azules y cabellos dorados como el altar de
una iglesia. Tras un solemne saludo y
una reverencia a su majestad, Deidre se acercó a su abuelo para conversar con
él. No tardó en percatarse de la mirada disimulada que de vez en cuando le
dirigía el muchacho de ojos azules. Sin embargo, ella no quiso corresponder sus
simpatías.
Esa misma
noche el rey celebró un gran banquete. En un momento determinado de la cena,
entre plato y plato de maravillosas delicias, el rey hizo sonar su copa para
pronunciar unas palabras. Cuando el silencio reinó en el amplio salón, Aodhaigh
presentó ante todos los asistentes a su joven consejero, el chico de los ojos
azules, Arneot. El aludido se levantó de su asiento e hizo una reverencia ante
una sala que se deshacía en aplausos hacia él. Al contrario de levantar
envidias en la corte, Arneot supo ganarse el respeto y la admiración desde el
principio.
Finalizado
el banquete, Deidre se encontraba aguardando a sus padres para retirarse a sus
aposentos, cuando se le acercó Niord seguido por el joven Arneot. Su abuelo
realizó las presentaciones, y muy a su pesar, Deidre sintió un cosquilleo en
las entrañas cuando la mirada limpia de él se clavó en la suya. Durante los días
que ella se hospedó en palacio el chico se dedicó a cortejarla de forma sutil y
sosegada. Ella trató de mantenerse fría y distante. No quería encapricharse de
un galán de la corte. Finalizada la visita, Deidre y su familia retornaron a su
aldea. Sin embargo el muchacho de alguna manera se instaló en un rincón del
pétreo corazón de la joven, y nunca más salió de él. Cada año, cuando ella
volvía al castillo para visitar a su abuelo, él seguía con sus cortejos, y en
el momento en que ella cumplió 18 años, Arneot le pidió la mano a su padre. La
boda se celebró un par de meses más tarde. Ofició la ceremonia el propio rey
Aodhaigh, como figura suprema de la iglesia y el reino. Desde entonces Deidre
pasó a vivir en palacio permanentemente, y se dedicó a ser una dama más de la
corte hasta que el rey falleció unos años después, momento en que Arneot
ascendió al trono y ella, por tanto, se convirtió en la reina.
Y al igual
que cuando era niña hacía periódicas visitas a su abuelo, el rey visitaba cada
año su aldea. Deidre nunca había ido con él, pero esa vez decidió acompañarle.
Él le había hablado innumerables veces de Brenna. Pero cuando ella estuvo allí,
la aldea le pareció mil veces más bella de lo que había imaginado. Arneot decía
que lo que más abundaba allí eran los pájaros, y no exageraba. Tanto en los
prados, como en los tejados de las casas y en el de la iglesia se agolpaban
bandadas de aves de todas las clases, aunque la especie preponderante era el
cuervo. Arneot y Deidre pasaron una semana en la cabaña de Kelleher y Brigitta.
Cada mañana se despertaban al alba y salían a cabalgar por el bosque. Ella tuvo
la impresión de que cada vez que salían, un cuervo sobrevolaba en círculos poco
naturales la zona en la que se encontraban. Dicho pájaro parecía mirarla
directamente con sus ojos negros sin fondo cuando descendía y se posaba en
alguna rama cercana. Y pese a que el pueblo entero estaba a rebosar de cuervos,
siempre había uno que parecía observarla.
Tras unos
días maravillosos descansando de las obligaciones reales, llegó el momento de
regresar a palacio. El camino de vuelta resultó más liviano y corto, debido en
gran parte a la ausencia del mal tiempo que le acompañó en el viaje de ida.
Durante todo el trayecto, la reina no pudo evitar sentirse perseguida. Una
presencia seguía sus pasos y ella comenzó a sentir una angustia que le oprimía
el corazón. No era por la comitiva real que cabalgaba a sus espaldas. No sabía
exactamente qué era, y esto no hacía sino agobiarla más.
Días más
tarde flanquearon los muros del castillo. Y Deidre sentía que algo había cambiado El
palacio seguía siendo el mismo, pero todo era diferente. Era como si un aura
oscura se hubiera colado en el castillo y se cerniera, amenazadora, sobre todos
los presentes. Sin embargo, el rey no pareció notar nada, ni ninguno de los
nobles que lo acompañaban. Sólo la reina pareció darse cuenta. Llegó a
plantearse si realmente estaba loca, como decían los rumores que rulaban por
las tabernas; si tanto encuentro con las chamanas había aflojado los tornillos
de su cabeza. Al final, aunque sin mucho convencimiento, llegó a la conclusión
de que todo eran imaginaciones suyas, de que quizá demasiado aire de montaña le
había sentado mal.
Los días
siguientes fueron transcurriendo con ese ritmo lento y al mismo tiempo
frenético de la rutina palaciega. Deidre regresó a los confines de las salas de
costura y a los pasillos sombríos, a los rezos en la capilla tenebrosa y a su
palomar. Pero por mucho que intentara distraerse, no podía dejar de sentirse
una intrusa en su propio cuento. Algo había cambiado. Algo no estaba bien. Y
era incapaz de identificar exactamente el qué.
Una noche
despertó con el corazón desbocado en mitad de una pesadilla. Soñó que una
bestia le arrancaba precisamente el corazón, y respiró aliviada al palparse el
pecho y notar la piel suave y fría. Arneot dormía plácidamente a su vera, con
un gesto pacífico en el rostro que denotaba que no había nada que enturbiase su
descanso. La reina decidió, pese a que podía parecer una empresa disparatada,
ir a tomar el fresco. Quizá respirar aire puro despejaba sus sentidos y
limpiaba su alma de todo aquello que la venía ensuciando. Posó sus pies sobre
el suelo frío, y salió de la cama lentamente. Únicamente vestía el camisón
blanco con el que dormía, pero no quería tomarse la molestia de acudir a su
vestidor a por alguna prenda de abrigo, así que salió así. De todas formas,
sólo sería un momento. Caminó de puntillas por los alargados pasillos, de cuyas
paredes pendían retratos de reyes y antorchas que otorgaban lúgubres juegos de
luz y sombras. Subió prácticamente a la carrera la escalera de caracol que
conducía a la torre, y abrió la portezuela con la llave que únicamente tenía
ella y llevaba siempre encima, colgada de una cadena de plata. Entre las
distintas jaulas de aves reinaba el silencio. Deidre se encaminó hacia el otro
extremo de la torre, a la parte que le servía de mirador. La noche la envolvía
con su manto de estrellas, y la luna llena contemplaba a la reina suspirar,
perdida en el horizonte. El viento agitaba las ramas de los árboles, y en la
lejanía, en algún rincón del bosque, aulló un lobo. Las bajas temperaturas de
la madrugada despejaron la niebla que embotaba los sentidos de la reina, y la
invitaron a navegar por fantasías y ensoñaciones. Soñando despierta se
encontraba, cuando un graznido la hizo volver instantáneamente a la realidad.
No era el sonido de ningún ave que le resultara familiar, así que se dio la
vuelta sorprendida, y cuál fue su asombro al descubrir, posado en un poste de
piedra y con la mirada clavada en ella, un cuervo de profundos ojillos negros y
reluciente plumaje azabache. Deidre pensó automáticamente en el cuervo de
Brenna. Los cuervos no eran una especie común en la zona. Y mucho menos podía
un pájaro haber volado hasta allí a aquella hora de la noche. Algunas personas
de la corte hubieran achacado ese comportamiento errático a la brujería, o se
hubieran santiguado e inmediatamente hubieran culpado al mismísimo Satanás de
haberse introducido en el cuerpo de un ave. Pero ella había visto ya demasiados
fenómenos extraordinarios, y sabía que existen hechos que simplemente no tienen
explicación. No era alguien que se asustara con facilidad. Dio un par de pasos
en dirección al cuervo, que no hizo ademán de atacarla o emprender el vuelo, y
se acercó hasta situarse a centímetros de él. No parecía un animal vivo, sino
una figura de barro pintado. Deidre alzó una de sus pequeñas manos, no
demasiado segura de lo que se disponía a hacer, y la posó sobre las plumas del
animal. El cuervo siguió mirándola impasible, lo que la animó a acariciarlo.
Sus plumas eran suaves como la seda. Conforme pasaban los minutos, Deidre
comenzó a sentirse cada vez más cómoda en compañía del ave. Si hubiera sido por
ella, se hubiese pasado la noche así. Pero un escalofrío la hizo estremecerse y
denotar, mirando al cielo, que este comenzaba a aclararse. Pronto amanecería, y
lo último que deseaba era montar un escándalo, así que se despidió del cuervo y
se encaminó hacia la escalera. Un nuevo graznido la hizo volver a girarse para
descubrir que el cuervo ya no estaba. Era como si se hubiera desvanecido
súbitamente. Bajó corriendo y atravesó de puntillas los corredores hasta llegar
a la cámara que compartían los reyes. Él seguía durmiendo en la misma posición
en la que le dejó cuando salió, como si no se hubiera movido ni un ápice.
Deidre se metió en el lecho muerta de frío, y sintió la benigna presencia
cálida de Arneot, que en cuanto la notó junto a él la estrechó contra su
cuerpo. Todavía quedaba un buen rato antes de que irrumpiese en el dormitorio
real su dama de compañía, pero Deidre no pudo volver a quedarse dormida. No
dejaba de pensar en lo que acababa de suceder en el aviario de la torre. Sin embargo,
decidió no contarle al rey lo sucedido esa noche. Temía que no la creyese, que
dijera que no fue real, sino un sueño fantástico. No quería que pensara que ese
cuervo era un pájaro más de esos muchos que anidaban en su cabeza.
No volvió a
ver al cuervo en las semanas siguientes que sucedieron a aquel episodio. Deidre
llegó a pensar que realmente había sido un sueño, o quizá producto de su
desbocada imaginación. Hasta que un día volvió a encontrarlo en el bosque. La
reina acababa de salir de la cabaña donde vivían sus amigas las curanderas. En
esa reunión, Deidre les había contado a Neala y a las demás, su preocupación por ese
elemento oscuro que ella sentía dentro del castillo. Ellas, tras haber
consultado a los astros, le vaticinaron un futuro negro y plagado de peligros.
Con el corazón nuevamente nublado por el miedo salió de allí. No hubo pisado
tierra cuando se topó, posado en la rama de un árbol cercano, con un cuervo que
la miraba fijamente. Parecía estar esperándola. Ella se acercó, y el ave voló
hasta su hombro. Instantáneamente se sintió mejor. Sintió una especie de
envidia infantil hacia el pájaro. Ojalá ella también fuese un cuervo y pudiera
batir las alas, para alejarse de allí todo lo posible.
Desde
entonces, el cuervo (que no tenía nombre) comenzó a ser una presencia irregular
en su vida. No la visitaba en días
concretos, sino que aparecía en el momento y lugar menos pensado. Deidre se
acostumbró al factor sorpresa de sus visitas, y las aceptaba con agrado e
ilusión. Al final, incluso el rey se dio cuenta de la existencia del ave. Al
verlo como un animal pacífico, todo el mundo trataba de alimentarlo y darle
chucherías, pero éste se limitaba a graznar y a volar junto a la reina. A veces
la acompañaba cuando montaba a caballo por el bosque. Otras veces aparecía al
otro lado de las rejas de las ventanas, y Deidre hablaba y hablaba,
confesándose de todos sus pecados. Y en otras ocasiones la esperaba en lo alto
de la torre, en el mismo lugar donde la esperó la primera noche. Cuando estaba
con él, todo mejoraba. El aire se teñía de un perfume dulce y agradable que la
hacía soñar con lugares fantásticos. De repente, todo dejaba de doler. Y era
como si el miedo nunca hubiera existido.
Muchas
noches Deidre se acostaba, pero era incapaz de dormir. Arneot se despertaba en
mitad de la noche para encontrarla con la mirada fija en el techo y los ojos
inyectados en sangre. Al principio le prestaba atención a los temores que ella
le relataba. Pero él no creía que hubiese nada malo en palacio. Al contrario:
el reino estaba atravesando una etapa de bonanza económica, él gozaba de gran
popularidad entre sus súbditos, y las campañas militares en las que se
embarcaba le acababan favoreciendo. Así que terminó por no hacerle caso a
Deidre. Sabía que ella nunca se había terminado de sentir cómoda en la vida de
etiqueta y corona, y achacó sus miedos a malas pasadas que le jugaba la
imaginación mezclada con el malestar interno. Y debido a esto, la reina dejó de
confiarle sus inquietudes. Algo crecía en su interior, una criatura horrible y
oscura que se alimentaba de sus peores pesadillas. Y cada noche Deidre se encontraba
sola frente a ella; era como si se quedase atrapada una y otra vez en un
laberinto con un monstruo que siempre la acababa encontrando.
La primavera
llegó, y con ella, una especie de festividad que las chamanas celebraban para
festejar su llegada. Arneot había partido al monte con sus hombres para cazar
jabalíes, y estaría fuera todo el día. La reina no le contó a nadie el plan que
tenía para aquella jornada. Se dejó vestir con su habitual ropaje, y contempló
su rostro sereno en el espejo cuando su Doreen, su dama de compañía, cepilló su
frondosa melena y se la recogió en una trenza. Dedicó parte del día a los
asuntos cotidianos palaciegos. Después acudió a la sala de costura, a bordar
con el resto de damas de la corte mientras comentaban la crónica del día. En un
momento determinado, se excusó para salir de la estancia e ir a por un dedal de
oro a su cámara. Pero en vez de dirigirse al dormitorio, tomó en camino
contrario, y corrió escaleras abajo hasta llegar al sótano del castillo. Allí
se encontraban oscuros pasadizos que se enredaban entre sí. Algunos daban a las
mazmorras (en un par de ellas aún había huesos amarillentos, carcomidos por la
humedad y el tiempo, y algún que otro cráneo humano de algún infeliz que
encontró el final de sus días en aquellas cuatro paredes mohosas), y otros, a
catacumbas aún más profundas que Deidre no se había atrevido a explorar. Pero
uno de esos pasillos conducía a una escalerilla de piedra, que se estrechaba y
ascendía de forma abrupta hacia una falsa pared. Si se retiraba una roca suelta
de esta pared, se podía ver un cerrojo oxidado. Deidre tenía la única llave que
abría esta cerradura. Curiosamente, era la misma llave que utilizaba para
llegar hasta su aviario. Esta no era ni más ni menos que una salida secreta de
un ala sombría y poco concurrida de palacio. La reina la utilizaba a menudo
cuando quería escapar sin ser vista, como se apresuraba a hacer en ese mismo
instante. Caminó cautelosamente por los corredores, alumbrando su paso con una
antorcha, y sin más sonido que el de la gruesa tela de su vestido arrastrándose
por el pavimento. Subió la escalera, descubrió la cerradura e introdujo la
llave. Cuando se hubo abierto, empujó la pesada pared de piedra y salió al
exterior. La pureza del aire fresco, en contraste con el aire viciado del sótano,
le revitalizó el ánimo. Cerró la puerta y emprendió, con paso ligero, el camino
hacia el poblado de las mujeres del bosque. Conforme se iba aproximando, podía
escuchar con más nitidez una música alegre que provenía de allí. Y cuando
llegó, no pudo sino maravillarse con lo que vio. En el centro del asentamiento
había una gran hoguera, y a su alrededor danzaban algunas mujeres. Cadenas de
flores pendían de los árboles, junto con velas y amuletos extraños. En cuanto
la vio Neala, la líder de las mujeres y considerada la más sabia de todas, dejó
de bailar y fue hacia ella. En seguida Deidre fue conducida a una cabaña, donde
entre varias de ellas se encargaron de deshacer su trenza, pintar símbolos
sobre su tez y despojarla de su traje regio para enfundarla en un vestido de
tela más ligera, que dejaba sus hombros al descubierto. Cuando salió, la fiesta
parecía haber alcanzado su punto más alto. Decenas de mujeres danzaban en medio
del frenesí más absoluto. Una energía electrificante flotaba en el aire, e
invitaba a cualquiera a unirse a aquel guirigay desquiciado y maravilloso.
Había chicas jóvenes, ataviadas con unos vestidos de colores que Deidre no
había visto nunca, tañendo instrumentos raros y entonando cánticos en un idioma
desconocido. La reina comenzó a danzar al son de esta música, que tenía el
efecto de un canto de sirena, y envolvía a quien la escuchase, haciendo que se
abandonase por completo. En medio del baile vio a Neala, que le estaba haciendo
señas. Deidre salió de la nube de cuerpos en movimiento y se acercó adonde
estaban ella y otras mujeres. Todas tenían jarras en la mano, y la misma Neala
le tendió una a ella. El recipiente contenía un líquido de un fuerte color
violeta. Era una pócima para asegurar el buen augurio, explicó Neala. Hicieron
un brindis, y Deidre tomó un largo sorbo del brebaje, que tenía un sabor muy
intenso: a frutos del bosque y a algo más que no supo identificar.
Inmediatamente sintió como un calor muy intenso ascendía por todo su cuerpo. Su
corazón comenzó a latir muy deprisa. Empezó a imaginar que ella misma se disolvía
en una lluvia de chispas; que era una supernova y que pronto explotaría en un
millón de colores. Quiso bailar, gritar hasta dejarse la voz, trepar a los
árboles cual ardilla y batir sus alas en la negrura de la noche como si fuera
un pájaro. La cabeza le daba vueltas, pero volvió a introducirse entre la
multitud y comenzó a bailar de nuevo. La música parecía sonar cada vez más
fuerte, y la reina sintió cómo le martilleaba el cerebro. Su vista comenzó a
nublarse, dejó de sentirse en pleno control sobre su cuerpo, y la sonrisa
almidonada de Neala fue lo último que vio antes de cerrar los ojos y perder el
conocimiento.
Despertó
pasada una eternidad, o eso le pareció. Aun sabiéndose despierta, no percibía
más que oscuridad absoluta. ¿Acaso había muerto? Se palpó los ojos y reparó en
la gruesa venda que se los cubría. Alguien se los había vendado con tal fuerza,
que era incapaz de quitársela. Intentó percibir con el resto de sentidos dónde
se encontraba. Podía oír unas voces apagadas en la lejanía. También podía notar
un traqueteo que la mecía y le indicaba que se hallaba en alguna carreta tirada
por una bestia. No tenía las manos o los pies atados, hecho que la sorprendió
de sobremanera. ¿Qué sentido tenía que le hubiesen vendado los ojos, y no le
hubieran atado el resto de los miembros? Supuso que no tenían pensado que
pudiera despertar. Se sentía aturdida, la cabeza le daba vueltas. Pero el
instinto de supervivencia prevaleció sobre su estado de atolondramiento, por lo
que se incoporó, palpó a su alrededor hasta encontrar lo que parecía ser una
cortina, la abrió y a las de tres saltó y cayó al suelo, dando un fuerte tirón
al vendaje de los ojos. Mirándola con incredulidad se encontraban las mujeres
de los bosques. Deidre se encaró furiosa con ellas. -¿Qué se supone que ha
pasado? ¿Qué habéis hecho conmigo?.- les preguntó, prácticamente abalanzándose
sobre ellas. –Sólo intentábamos protegerte, bonita.-respondió Neala,
esquivándola. –Allí estás en peligro. Con nosotras no te ocurrirá nada.-señaló,
en tono apaciguador. –No sé cómo habéis
podido envenenarme así. Os tenía por mis compañeras.-les reprochó la reina,
sintiendo cómo los ojos se le anegaban de lágrimas. –Y lo somos-respondió
Neala, poniéndole las manos sobre los hombros.-Sólo queremos lo mejor para ti.
Por eso vamos a llevarte a un lugar seguro.
Conforme hablaba,
el resto de las integrantes de la comitiva se fueron acercando lentamente hasta
formar un cerco alrededor de Deidre. Varias de ellas posaron sus manos sobre
distintas partes de su cuerpo. Instantáneamente comenzó a sentirse débil y
dócil, como una marioneta con las cuerdas cortadas. –Venga-le indicó
Neala.-vuelve a la carreta, necesitas descansar.- Estaba siendo conducida hacia
allí, cuando un ruido ensordecedor inundó el aire. Ninguna de ellas sabía lo
que estaba ocurriendo, y la incertidumbre y el caos se apoderaron del grupo.
Muecas de alerta en los rostros, miembros tensos y posturas incómodas. Pero de
alguna manera u otra, eran hechiceras, y eran capaces de domar a la madre Gaia
y enfrentarse a fuerzas sobrenaturales, por lo que no huyeron. Parecía que
había llegado el día del juicio final. Una inmensa nube negra se elevó de entre
los árboles y se acercó rápidamente hacia donde se encontraba el grupo de
mujeres obnubiladas. Inmediatamente Deidre identificó el sonido que emitía esa
cosa. Era el cúmulo de graznidos de ave, como si mil pájaros chillasen al mismo
tiempo. Pero no cualquier ave. Sino de cuervo, para ser más exactos.
Las mujeres
empezaron a huir despavoridas, al mismo tiempo que la multitud de pájaros
negros se abalanzaban sobre ellas. Los gritos humanos se mezclaban con los
chillidos de las aves conformando una sinfonía infernal. Los cuervos clavaban
sus garras, se enredaban en el pelo, tiraban de la ropa y asestaban picotazos
que parecían más bien puñaladas. En cuanto las mujeres se alejaron de la reina,
ella pudo notar cómo recuperaba la consciencia y el poder sobre sus cinco
sentidos. Uno de los cuervos voló hacia ella y se posó en su hombro. Ese era su
cuervo. Y sabía que había acudido en su ayuda.
El instinto
le dijo a Deidre que ese era su momento para escapar, y aprovechando que el
resto de mujeres estaban demasiado ocupadas luchando por salvar sus vidas,
comenzó a correr entre los árboles. El cuervo la acompañaba, volando sobre su
cabeza. Deidre no tenía ni idea de adónde se dirigía; ella solamente se estaba
dejando guiar por el pájaro, como si fuera una brújula. Corrió cuando se sintió
con fuerza suficiente y anduvo cuando notó que le empezaban a faltar. Si se
paraba, queriendo tirar la toalla, el ave comenzaba a graznar, por lo que ella
debía retomar el paso. Siguieron así hasta que finalmente empezó a haber más
claros entre los árboles, y comenzó a divisar el castillo a lo lejos. Con el
último aliento que le quedaba consiguió arrastrase hasta el portón principal,
donde se apoltronaban dos guardias. En cuanto la vieron aparecer acudieron a la
carrera hacia ella. El cuervo, cuando ella ya estuvo a salvo, se marchó
volando. Deidre se desplomó, completamente agotada, y uno de ellos la tomó en
brazos, mientras el otro fue corriendo a avisar al rey. Arneot estaba al borde
del ataque de histeria. Desde que volvió de la cacería había buscado a la reina
por todas partes, y nadie había sabido decirle dónde estaba. Cuando vio
aparecer al guardia Myles cargando a Deidre, sintió cómo un torrente de
lágrimas empapaba sus mejillas y se deshacía el nudo que le oprimía el corazón.
Fue corriendo hacia él, y con cuidado, cargó a su esposa en brazos. Toda la
corte de damas de la reina y los caballeros del rey festejaron el hecho de que
la reina estuviera relativamente sana y salva. Pero lo que Deidre necesitaba
era descansar, así que el rey la llevó en volandas hasta el dormitorio. Entre
Doreen, su dama de confianza, y él, desvistieron a la reina y la vistieron con
enaguas de algodón y su túnica de dormir. Doreen cepilló su cabello mientras
Arneot limpiaba su rostro con un paño y agua caliente. También aplicó ungüento
curativo sobre los rasguños y magulladuras que se había hecho durante la huida,
precisamente el mismo que tantas veces ella había usado para sanar las heridas
de él. Finalmente, Doreen se retiró. Arneot mismo se cambió y preparó para
dormir. Estaba agotado, había sido un día extremadamente largo y se encontraba
tanto física como emocionalmente exhausto. Observó a su esposa, que se hallaba
ya profundamente dormida. Mañana, cuando ambos hubieran descansado, le
preguntaría qué fue lo que ocurrió. Pero estaba seguro de que habían sido esas
endemoniadas brujas. Sus hombres de confianza se lo decían. Las damas de la
reina también le advertían. Esas mujeres eran demonios en la Tierra. Si de
verdad ellas habían sido las culpables de su desaparición, mandaría a sus
soldados en su busca y captura, y no descansaría hasta que las cabezas de todas
esas malnacidas colgaran de los muros del castillo.
Apagó la
vela que alumbraba la estancia y se metió en la cama junto a su mujer. No tardó
mucho en vencerle un sueño abrumador, que lo transportó a un mundo maravilloso,
lleno de luz y seres fantásticos.
Despertó de
madrugada al sentir a Deidre sacudiéndose en la cama. Parecía sumida en una
terrible pesadilla, pues no dejaba de temblar y balbucear palabras
inteligibles. El rey la despertó con dulzura, y ella nada más abrir los ojos
rompió a llorar desconsoladamente en los brazos de él. Cuando de niño (cuando
todavía vivía en Brenna) Arneot tenía pesadillas, su madre siempre le llevaba a
la cama un vaso de leche humeante. Era muy tarde y no quería que ninguno de los
sirvientes se tomase la molestia de tener que ir a las cocinas a preparar la
leche, así que decidió ir él mismo; tras dar un beso en la frente a Deidre, se
apresuró a ir hacia allí.
Deidre se
quedó esperándole, tiritando de frío y con la mirada perdida. Ella le había
dicho que no hacía falta que fuera, pero él insistió. Los minutos fueron
pasando, uno detrás de otro, y Arneot no aparecía. Definitivamente su marido
estaba tardando más de lo normal. Quizá había tenido algún problema en la
cocina, o se había encontrado a alguien. Presa de la inquietud, decidió ir en
su búsqueda. Nada más abrir la puerta, una bocanada de humo le abrasó los
pulmones, y comenzó a toser. Olía muchísimo a quemado. Bajó corriendo, presa de
la ansiedad, para contemplar desde la escalera, una escena dantesca de horror
que nunca hubiera podido imaginar. En el vestíbulo mayor, Arneot trataba de
defenderse como podía de 4 sujetos que lo había arrinconado contra una pared.
La estancia estaba a rebosar de personas, era como si el castillo en su
totalidad se hubiera concentrado allí. Todo el mundo menos Doreen, el mozo de
cuadra, la cocinera y Arneot llevaban máscaras que le cubrían el rostro, pero
Deidre supo al instante que todos ellos eran los hombres de supuesta confianza
del rey, y también sus propias damas de confianza.
Siempre lo había
sabido. Llevaba tiempo sintiéndolo. ¿Cómo había sido tan tonta?
Para más
espanto, el fuego estaba empezando a extenderse y a lamer todo a su paso. Casi
instantáneamente, las figuras enmascaradas repararon en la presencia de la
reina, y varias de ellas fueron a apresarla tan deprisa que a ella apenas le
dio tiempo a darse la vuelta y empezar a correr antes de que un sujeto se
abalanzase sobre ella y la inmovilizase contra el suelo. Deidre gritó y Arneot
también gritó al darse cuenta de que ella también se encontraba en medio de la
trifulca, y sus gritos se unieron al estruendo general y al ruido de múltiples
espadas entrechocándose Su captor la levantó y le colocó los brazos en la
espalda. Así la condujo hacia la escalera que daba al sótano. Ella intentó
zafarse y forcejear, mas era inútil, puesto que el hombre tenía una complexión
física que doblaba la suya. Antes de comenzar a bajar la escalera, Deidre
consiguió girar la cabeza un instante para contemplar cómo una figura se
dirigía directa hacia Arneot por la espalda, blandiendo un hacha.
Después, un
bramido desgarrador.
Deidre
comenzó a llorar y a gritar y a lamentarse mientras su captor la llevaba
directa hasta el sótano. La vida se le evaporaba del cuerpo, todo daba vueltas
y ocurría demasiado rápido. Él la condujo hasta una de las mazmorras, y la
empujó dentro. Deidre volvió a caer al suelo húmedo. Un par de ratas huyeron
despavoridas.
¿Qué le
quedaba? ¿Qué más tenía reservada la vida para ella? ¿Por qué no podía morir
ya?
La figura
que la había llevado hasta allí estaba parada dándole la espalda. Sólo
pronunció una palabra antes de desaparecer escalera arriba:
Corre.
Pero ella no
se fiaba. No podía saber si no le iban a tender una emboscada y mil cuchillos
lacerarían su piel si se atrevía a salir al tranco de la puerta. Esperó hasta que
reinó un silencio sepulcral, y decidió aventurarse fuera de la celda. Total, no
le quedaba ya nada que perder. No había ninguna antorcha que alumbrase, así que
las mazmorras se encontraban en la oscuridad más absoluta. Pero Deidre había
recorrido demasiadas veces el camino hacia la salida secreta, por lo que pensó
que podría orientarse sin problema. Rozando las paredes enmohecidas con la yema
de los dedos, consiguió dirigirse hacia la escalera que daba a la falsa pared.
No recordaba
llevar la llave encima. Siempre la llevaba consigo, incluso dormía con ella,
pero esa noche la habían preparado para dormir cuando aún se encontraba
indispuesta. Se llevó la mano al pecho, presa del pánico, y descubrió, con
alivio, que sí llevaba el colgante de la llave. Bendito fuera Arneot. Dios lo
llevara en su gloria.
Sacó la
piedra, introdujo la llave y empujó la pared con una prisa tal como si la
muerte estuviera pisándole los talones. Un paisaje de terror y desolación se
extendía frente a ella. El castillo estaba siendo pasto de las llamas. Aunque
todavía era noche cerrada, el cielo estaba teñido de color rojo escarlata, y
columnas de humo negro ascendían hasta fundirse en el crepúsculo. Había gente
histérica corriendo en todas direcciones. También había caballos encolerizados
encabritándose y galopando tras haberse visto libres y fuera de los establos.
Deidre avistó a su yegua Tara, que se encontraba a unos diez metros de ella,
visiblemente asustada. La reina corrió hacia el animal, que pareció reconocerla
entre tanta barbarie, e incluso tranquilizarse cuando esta comenzó a
acariciarle el lomo. Sin pensar mucho en lo que hacía, y dejándose guiar por su
instinto, la reina montó encima de Tara. No llevaba silla ni bridas, pero no
era la primera vez que cabalgaba a pelo, y lo único que importaba era salvar el
pellejo, así que rodeó el cuello del animal con los brazos, la espoleó en el corvejón,
y la yegua emprendió al galope la huida. Conforme se alejaban del lugar, Deidre
se giró para contemplar, por última vez, lo que una vez había sido su hogar,
ahora reducido a un punto rojo en medio del paisaje. La estupefacción dio paso
al dolor. Algo se desmoronaba dentro suya. Y casi se cae de la yegua. Pero
debía seguir. Es lo único que tenía claro.
Cabalgaron y
cabalgaron. Tara parecía movida por una fuerza invisible, desconocida,
todopoderosa. Cabalgaron toda la noche, a través del espacio y del tiempo.
Cabalgaron hasta que los árboles tuvieron una forma distinta y la tierra
desprendía un aroma diferente. Cabalgaron sin cesar hasta que Deidre tuvo la
certeza de que ya estaban a salvo. Lejos, muy lejos de allí, quizá a cientos de
kilómetros de aquel castillo maldito. Y cuando supo que ya no tenía sentido
seguir huyendo, mandó a Tara que frenase. Acarició una vez más su crin, y
desmontó de su grupa. A su alrededor había hierba, y exhausta como se
encontraba, se tumbó sobre el pasto. Tara se quedó a su lado como una
centinela. Ahora sí podía irse del mundo, después de haberse despedido de todo
lo que conocía. Cerró los ojos.
Cuando los
abrió de nuevo, un cielo celeste claro se extendía sobre ella. Le pareció tan
bello y perfecto, que sentía que veía el amanecer por primera vez en su vida.
Miró en derredor. Se encontraba en un prado verde, en el prado más bonito que
hubiera visto nunca. Era como si hubiera despertado en un mundo nuevo, siendo
otra persona. Sintiéndose libre y ligera, por una vez en sus veintitrés años de
existencia. Por fin. Por fin había alcanzado la libertad. Aunque casi le
hubiera costado la vida.
A su vera se encontraba Tara. Y en su lomo,
posado, el cuervo.
Su cuervo.
Que la observaba con expectación, con esos ojos negros suyos. A Deidre no le
sorprendió encontrarlo allí, en un lugar tan lejano. Sabía que fuera donde
fuese, él la seguiría.
Y no la
abandonaría jamás.
Nunca más.