jueves, 24 de enero de 2019

El cuervo de la reina


En el aviario de la reina sólo había palomas blancas Las aves de caza sólo se les permitía a los hombres tenerlas, pero, igualmente, la reina Deidre sólo elegía este tipo concreto de pájaro, y únicamente en este color. Solía decir que le transmitían paz, pureza y belleza; tres valores que de alguna manera, podían verse reflejados en su persona.

La reina pasaba gran parte del tiempo allí, en lo alto de una de las torres del castillo, cuidando de sus palomas y contemplando la verde campiña que se extendía por todo el reino. La vida en palacio no estaba hecha para ella. Fue algo que supo desde la primera vez que puso un pie allí. Los bailes, la etiqueta, las convenciones sociales y los formalismos tan exacerbados comprimían a Deidre casi tanto como los rígidos corsés que tenía que llevar a diario. Odiaba todo lo que tuviera que ver con palacio. Detestaba estar con sus damas de compañía (era consciente que opinaban de ella que era una excéntrica y una mala reina). Tampoco soportaba contar con el servicio de tantos lacayos, ni criadas que la ayudaran a vestirse ni le preparasen el barreño de agua caliente por la mañana. Eran tareas que podía hacer perfectamente sola.

En el fondo, Deidre pensaba que no pintaba nada allí. Que muchas otras candidatas hubieran desempeñado un mejor papel que ella a la hora de reinar. Pero el rey la había elegido a ella. Aquello fue al mismo tiempo una bendición y una maldición Deidre no quería ser reina. No quería ser la soberana de nadie. Ella sólo ansiaba ser anónima, libre, cabalgar por los verdes prados y fundirse con el viento. Pero, en lugar de eso, estaba condenada a convertirse en la figura impoluta, magnánima y deslumbrante que se supone que una reina representa, y ella sabía que nunca llegaría a ser.
No pasaba mucho tiempo con el rey. No porque no lo amase. El rey Arneot era un hombre ilustre, bueno y honorable, que nunca la juzgaba y era permisivo con sus modales poco comunes y sus rarezas. Pero era un rey completamente volcado con sus súbditos. Se debía a su pueblo. Deidre no. Y cuando Arneot no estaba de andanzas por sus dominios, se lanzaba a cruentas campañas contra otros reinos, de las que casi siempre salía victorioso. Pero cuando volvía de la batalla herido, Deidre se encargaba personalmente de curarle utilizando los remedios y los ectoplasmas que le enseñaban a preparar las curanderas que habitaban en los bosques del reino. Ese era otro motivo por el que Deidre era duramente criticada: sus compañías. Prefería irse con las mujeres de los bosques, popularmente conocidas por sus prácticas poco ortodoxas y los rumores que las acusaban de brujería, antes que con las damas de alta alcurnia de palacio. Y cuando volvía de esos encuentros, montada en su yegua Tara, con la larga melena escarlata suelta y el rostro decorado con unas extrañas runas, era mirada con muy malos ojos. Era el único momento en el que dejaba de ser Deidre La Reina y era Deidre A Secas. Cuando se quitaba la máscara y todo el peso de la corona, que continuamente llevaba sobre sus hombros. Escapaba de todo aquello para descansar y reunir fuerzas para seguir representando la pantomima a su vuelta. En cuanto regresaba, era interceptada por sus sirvientas, que la bañaban y adecentaban para que nadie la viera de esa forma y volviese a ser una soberana en condiciones.

Un día, Deidre decidió acompañar al rey en un peregrinaje a una de las aldeas más remotas del reino, lugar natal de Arneot, Brenna. Brenna se encontraba entre dos montañas coronadas perpetuamente de nieve. El clima era extremo, pero la reina quería conocer la aldea de su esposo; además, el tedio y la monotonía de la vida en el castillo la aburrían soberanamente. Durante todo el camino, Deidre cabalgó al lado de Arneot, montada en su yegua a la manera masculina, y no como una dama debía hacerlo. Tras la pareja iba toda la corte real, todos los nombres que acompañaban siempre al rey como si fueran su sombra. Tardaron demasiado en llegar, mucho más de lo calculado inicialmente, debido a que una ventisca les sorprendió en mitad del trayecto y tuvieron que refugiarse donde buenamente pudieron. Finalmente, tras varias semanas de travesía, comenzaron a divisar a lo lejos un cúmulo de casitas de piedra en la lejanía. Cuando iban a penetrar en la aldea, Arneot desmontó de su caballo, en señal de humildad. No quería entrar en su pueblo siendo un monarca, sino un aldeano más. Deidre hizo lo propio, y el resto de la comitiva se unió al gesto Caminaron entre senderos de tierra, observando cómo los vecinos se iban asomando a las ventanas y saliendo a la puerta de sus hogares para contemplarlos al pasar. Recorrieron la aldea hasta llegar a una cabaña modesta situada en el corazón de Brenna, donde residían los padres del rey, Brigitta y Kelleher. En efecto, Arneot no era hijo de reyes. Cuando sólo era un muchacho, fue elegido para trabajar como mozo de cuadra por el propio rey predecesor, Aodhaigh. Prácticamente se crió en el castillo, y poco a poco se acabó convirtiendo en un hijo para el rey, viudo tras perder a su esposa y a su hija debido a una grave enfermedad. Arneot le demostró a Aodhaigh todas las cualidades que le convirtieron, a la temprana edad de 16 años, en su mano derecha, y así fue cómo el rey, en su lecho de muerte, le nombró su sucesor.
Por el contrario, Deidre era originaria de un pueblo de costa en el extremo norte del país. Su infancia transcurrió entre mareas y el olor a sal en la piel. Ella también adoraba su pueblo. Sagara era el paraíso en la tierra para ella. Pero el abuelo de Deidre, Niord, formaba parte de la corte de Aodhaigh, por lo que, periódicamente, Deidre y sus padres hacían una larga peregrinación hacia la capital para visitar a Niord. Un día, cuando Deidre contaba sólo con quince primaveras, visitó, como era habitual, el castillo. Su abuelo se encontraba en un consejo junto al rey y su corte, por lo que les hicieron esperar a ella y a su familia en una sala aledaña. Tras una espera que les supo interminable, la puerta se abrió y se introdujo en la estancia la comitiva real, encabezada por el rey. Detrás de él, cual sombra se tratase, caminaba suavemente como si flotara, un joven mancebo, de ojos azules y cabellos dorados como el altar de una iglesia.  Tras un solemne saludo y una reverencia a su majestad, Deidre se acercó a su abuelo para conversar con él. No tardó en percatarse de la mirada disimulada que de vez en cuando le dirigía el muchacho de ojos azules. Sin embargo, ella no quiso corresponder sus simpatías.
Esa misma noche el rey celebró un gran banquete. En un momento determinado de la cena, entre plato y plato de maravillosas delicias, el rey hizo sonar su copa para pronunciar unas palabras. Cuando el silencio reinó en el amplio salón, Aodhaigh presentó ante todos los asistentes a su joven consejero, el chico de los ojos azules, Arneot. El aludido se levantó de su asiento e hizo una reverencia ante una sala que se deshacía en aplausos hacia él. Al contrario de levantar envidias en la corte, Arneot supo ganarse el respeto y la admiración desde el principio.
Finalizado el banquete, Deidre se encontraba aguardando a sus padres para retirarse a sus aposentos, cuando se le acercó Niord seguido por el joven Arneot. Su abuelo realizó las presentaciones, y muy a su pesar, Deidre sintió un cosquilleo en las entrañas cuando la mirada limpia de él se clavó en la suya. Durante los días que ella se hospedó en palacio el chico se dedicó a cortejarla de forma sutil y sosegada. Ella trató de mantenerse fría y distante. No quería encapricharse de un galán de la corte. Finalizada la visita, Deidre y su familia retornaron a su aldea. Sin embargo el muchacho de alguna manera se instaló en un rincón del pétreo corazón de la joven, y nunca más salió de él. Cada año, cuando ella volvía al castillo para visitar a su abuelo, él seguía con sus cortejos, y en el momento en que ella cumplió 18 años, Arneot le pidió la mano a su padre. La boda se celebró un par de meses más tarde. Ofició la ceremonia el propio rey Aodhaigh, como figura suprema de la iglesia y el reino. Desde entonces Deidre pasó a vivir en palacio permanentemente, y se dedicó a ser una dama más de la corte hasta que el rey falleció unos años después, momento en que Arneot ascendió al trono y ella, por tanto, se convirtió en la reina.

Y al igual que cuando era niña hacía periódicas visitas a su abuelo, el rey visitaba cada año su aldea. Deidre nunca había ido con él, pero esa vez decidió acompañarle. Él le había hablado innumerables veces de Brenna. Pero cuando ella estuvo allí, la aldea le pareció mil veces más bella de lo que había imaginado. Arneot decía que lo que más abundaba allí eran los pájaros, y no exageraba. Tanto en los prados, como en los tejados de las casas y en el de la iglesia se agolpaban bandadas de aves de todas las clases, aunque la especie preponderante era el cuervo. Arneot y Deidre pasaron una semana en la cabaña de Kelleher y Brigitta. Cada mañana se despertaban al alba y salían a cabalgar por el bosque. Ella tuvo la impresión de que cada vez que salían, un cuervo sobrevolaba en círculos poco naturales la zona en la que se encontraban. Dicho pájaro parecía mirarla directamente con sus ojos negros sin fondo cuando descendía y se posaba en alguna rama cercana. Y pese a que el pueblo entero estaba a rebosar de cuervos, siempre había uno que parecía observarla.
Tras unos días maravillosos descansando de las obligaciones reales, llegó el momento de regresar a palacio. El camino de vuelta resultó más liviano y corto, debido en gran parte a la ausencia del mal tiempo que le acompañó en el viaje de ida. Durante todo el trayecto, la reina no pudo evitar sentirse perseguida. Una presencia seguía sus pasos y ella comenzó a sentir una angustia que le oprimía el corazón. No era por la comitiva real que cabalgaba a sus espaldas. No sabía exactamente qué era, y esto no hacía sino agobiarla más.

Días más tarde flanquearon los muros del castillo.  Y Deidre sentía que algo había cambiado El palacio seguía siendo el mismo, pero todo era diferente. Era como si un aura oscura se hubiera colado en el castillo y se cerniera, amenazadora, sobre todos los presentes. Sin embargo, el rey no pareció notar nada, ni ninguno de los nobles que lo acompañaban. Sólo la reina pareció darse cuenta. Llegó a plantearse si realmente estaba loca, como decían los rumores que rulaban por las tabernas; si tanto encuentro con las chamanas había aflojado los tornillos de su cabeza. Al final, aunque sin mucho convencimiento, llegó a la conclusión de que todo eran imaginaciones suyas, de que quizá demasiado aire de montaña le había sentado mal.
Los días siguientes fueron transcurriendo con ese ritmo lento y al mismo tiempo frenético de la rutina palaciega. Deidre regresó a los confines de las salas de costura y a los pasillos sombríos, a los rezos en la capilla tenebrosa y a su palomar. Pero por mucho que intentara distraerse, no podía dejar de sentirse una intrusa en su propio cuento. Algo había cambiado. Algo no estaba bien. Y era incapaz de identificar exactamente el qué.

Una noche despertó con el corazón desbocado en mitad de una pesadilla. Soñó que una bestia le arrancaba precisamente el corazón, y respiró aliviada al palparse el pecho y notar la piel suave y fría. Arneot dormía plácidamente a su vera, con un gesto pacífico en el rostro que denotaba que no había nada que enturbiase su descanso. La reina decidió, pese a que podía parecer una empresa disparatada, ir a tomar el fresco. Quizá respirar aire puro despejaba sus sentidos y limpiaba su alma de todo aquello que la venía ensuciando. Posó sus pies sobre el suelo frío, y salió de la cama lentamente. Únicamente vestía el camisón blanco con el que dormía, pero no quería tomarse la molestia de acudir a su vestidor a por alguna prenda de abrigo, así que salió así. De todas formas, sólo sería un momento. Caminó de puntillas por los alargados pasillos, de cuyas paredes pendían retratos de reyes y antorchas que otorgaban lúgubres juegos de luz y sombras. Subió prácticamente a la carrera la escalera de caracol que conducía a la torre, y abrió la portezuela con la llave que únicamente tenía ella y llevaba siempre encima, colgada de una cadena de plata. Entre las distintas jaulas de aves reinaba el silencio. Deidre se encaminó hacia el otro extremo de la torre, a la parte que le servía de mirador. La noche la envolvía con su manto de estrellas, y la luna llena contemplaba a la reina suspirar, perdida en el horizonte. El viento agitaba las ramas de los árboles, y en la lejanía, en algún rincón del bosque, aulló un lobo. Las bajas temperaturas de la madrugada despejaron la niebla que embotaba los sentidos de la reina, y la invitaron a navegar por fantasías y ensoñaciones. Soñando despierta se encontraba, cuando un graznido la hizo volver instantáneamente a la realidad. No era el sonido de ningún ave que le resultara familiar, así que se dio la vuelta sorprendida, y cuál fue su asombro al descubrir, posado en un poste de piedra y con la mirada clavada en ella, un cuervo de profundos ojillos negros y reluciente plumaje azabache. Deidre pensó automáticamente en el cuervo de Brenna. Los cuervos no eran una especie común en la zona. Y mucho menos podía un pájaro haber volado hasta allí a aquella hora de la noche. Algunas personas de la corte hubieran achacado ese comportamiento errático a la brujería, o se hubieran santiguado e inmediatamente hubieran culpado al mismísimo Satanás de haberse introducido en el cuerpo de un ave. Pero ella había visto ya demasiados fenómenos extraordinarios, y sabía que existen hechos que simplemente no tienen explicación. No era alguien que se asustara con facilidad. Dio un par de pasos en dirección al cuervo, que no hizo ademán de atacarla o emprender el vuelo, y se acercó hasta situarse a centímetros de él. No parecía un animal vivo, sino una figura de barro pintado. Deidre alzó una de sus pequeñas manos, no demasiado segura de lo que se disponía a hacer, y la posó sobre las plumas del animal. El cuervo siguió mirándola impasible, lo que la animó a acariciarlo. Sus plumas eran suaves como la seda. Conforme pasaban los minutos, Deidre comenzó a sentirse cada vez más cómoda en compañía del ave. Si hubiera sido por ella, se hubiese pasado la noche así. Pero un escalofrío la hizo estremecerse y denotar, mirando al cielo, que este comenzaba a aclararse. Pronto amanecería, y lo último que deseaba era montar un escándalo, así que se despidió del cuervo y se encaminó hacia la escalera. Un nuevo graznido la hizo volver a girarse para descubrir que el cuervo ya no estaba. Era como si se hubiera desvanecido súbitamente. Bajó corriendo y atravesó de puntillas los corredores hasta llegar a la cámara que compartían los reyes. Él seguía durmiendo en la misma posición en la que le dejó cuando salió, como si no se hubiera movido ni un ápice. Deidre se metió en el lecho muerta de frío, y sintió la benigna presencia cálida de Arneot, que en cuanto la notó junto a él la estrechó contra su cuerpo. Todavía quedaba un buen rato antes de que irrumpiese en el dormitorio real su dama de compañía, pero Deidre no pudo volver a quedarse dormida. No dejaba de pensar en lo que acababa de suceder en el aviario de la torre. Sin embargo, decidió no contarle al rey lo sucedido esa noche. Temía que no la creyese, que dijera que no fue real, sino un sueño fantástico. No quería que pensara que ese cuervo era un pájaro más de esos muchos que anidaban en su cabeza.

No volvió a ver al cuervo en las semanas siguientes que sucedieron a aquel episodio. Deidre llegó a pensar que realmente había sido un sueño, o quizá producto de su desbocada imaginación. Hasta que un día volvió a encontrarlo en el bosque. La reina acababa de salir de la cabaña donde vivían sus amigas las curanderas. En esa reunión, Deidre les había contado a Neala  y a las demás, su preocupación por ese elemento oscuro que ella sentía dentro del castillo. Ellas, tras haber consultado a los astros, le vaticinaron un futuro negro y plagado de peligros. Con el corazón nuevamente nublado por el miedo salió de allí. No hubo pisado tierra cuando se topó, posado en la rama de un árbol cercano, con un cuervo que la miraba fijamente. Parecía estar esperándola. Ella se acercó, y el ave voló hasta su hombro. Instantáneamente se sintió mejor. Sintió una especie de envidia infantil hacia el pájaro. Ojalá ella también fuese un cuervo y pudiera batir las alas, para alejarse de allí todo lo posible.

Desde entonces, el cuervo (que no tenía nombre) comenzó a ser una presencia irregular en su vida.  No la visitaba en días concretos, sino que aparecía en el momento y lugar menos pensado. Deidre se acostumbró al factor sorpresa de sus visitas, y las aceptaba con agrado e ilusión. Al final, incluso el rey se dio cuenta de la existencia del ave. Al verlo como un animal pacífico, todo el mundo trataba de alimentarlo y darle chucherías, pero éste se limitaba a graznar y a volar junto a la reina. A veces la acompañaba cuando montaba a caballo por el bosque. Otras veces aparecía al otro lado de las rejas de las ventanas, y Deidre hablaba y hablaba, confesándose de todos sus pecados. Y en otras ocasiones la esperaba en lo alto de la torre, en el mismo lugar donde la esperó la primera noche. Cuando estaba con él, todo mejoraba. El aire se teñía de un perfume dulce y agradable que la hacía soñar con lugares fantásticos. De repente, todo dejaba de doler. Y era como si el miedo nunca hubiera existido.
Muchas noches Deidre se acostaba, pero era incapaz de dormir. Arneot se despertaba en mitad de la noche para encontrarla con la mirada fija en el techo y los ojos inyectados en sangre. Al principio le prestaba atención a los temores que ella le relataba. Pero él no creía que hubiese nada malo en palacio. Al contrario: el reino estaba atravesando una etapa de bonanza económica, él gozaba de gran popularidad entre sus súbditos, y las campañas militares en las que se embarcaba le acababan favoreciendo. Así que terminó por no hacerle caso a Deidre. Sabía que ella nunca se había terminado de sentir cómoda en la vida de etiqueta y corona, y achacó sus miedos a malas pasadas que le jugaba la imaginación mezclada con el malestar interno. Y debido a esto, la reina dejó de confiarle sus inquietudes. Algo crecía en su interior, una criatura horrible y oscura que se alimentaba de sus peores pesadillas. Y cada noche Deidre se encontraba sola frente a ella; era como si se quedase atrapada una y otra vez en un laberinto con un monstruo que siempre la acababa encontrando.

La primavera llegó, y con ella, una especie de festividad que las chamanas celebraban para festejar su llegada. Arneot había partido al monte con sus hombres para cazar jabalíes, y estaría fuera todo el día. La reina no le contó a nadie el plan que tenía para aquella jornada. Se dejó vestir con su habitual ropaje, y contempló su rostro sereno en el espejo cuando su Doreen, su dama de compañía, cepilló su frondosa melena y se la recogió en una trenza. Dedicó parte del día a los asuntos cotidianos palaciegos. Después acudió a la sala de costura, a bordar con el resto de damas de la corte mientras comentaban la crónica del día. En un momento determinado, se excusó para salir de la estancia e ir a por un dedal de oro a su cámara. Pero en vez de dirigirse al dormitorio, tomó en camino contrario, y corrió escaleras abajo hasta llegar al sótano del castillo. Allí se encontraban oscuros pasadizos que se enredaban entre sí. Algunos daban a las mazmorras (en un par de ellas aún había huesos amarillentos, carcomidos por la humedad y el tiempo, y algún que otro cráneo humano de algún infeliz que encontró el final de sus días en aquellas cuatro paredes mohosas), y otros, a catacumbas aún más profundas que Deidre no se había atrevido a explorar. Pero uno de esos pasillos conducía a una escalerilla de piedra, que se estrechaba y ascendía de forma abrupta hacia una falsa pared. Si se retiraba una roca suelta de esta pared, se podía ver un cerrojo oxidado. Deidre tenía la única llave que abría esta cerradura. Curiosamente, era la misma llave que utilizaba para llegar hasta su aviario. Esta no era ni más ni menos que una salida secreta de un ala sombría y poco concurrida de palacio. La reina la utilizaba a menudo cuando quería escapar sin ser vista, como se apresuraba a hacer en ese mismo instante. Caminó cautelosamente por los corredores, alumbrando su paso con una antorcha, y sin más sonido que el de la gruesa tela de su vestido arrastrándose por el pavimento. Subió la escalera, descubrió la cerradura e introdujo la llave. Cuando se hubo abierto, empujó la pesada pared de piedra y salió al exterior. La pureza del aire fresco, en contraste con el aire viciado del sótano, le revitalizó el ánimo. Cerró la puerta y emprendió, con paso ligero, el camino hacia el poblado de las mujeres del bosque. Conforme se iba aproximando, podía escuchar con más nitidez una música alegre que provenía de allí. Y cuando llegó, no pudo sino maravillarse con lo que vio. En el centro del asentamiento había una gran hoguera, y a su alrededor danzaban algunas mujeres. Cadenas de flores pendían de los árboles, junto con velas y amuletos extraños. En cuanto la vio Neala, la líder de las mujeres y considerada la más sabia de todas, dejó de bailar y fue hacia ella. En seguida Deidre fue conducida a una cabaña, donde entre varias de ellas se encargaron de deshacer su trenza, pintar símbolos sobre su tez y despojarla de su traje regio para enfundarla en un vestido de tela más ligera, que dejaba sus hombros al descubierto. Cuando salió, la fiesta parecía haber alcanzado su punto más alto. Decenas de mujeres danzaban en medio del frenesí más absoluto. Una energía electrificante flotaba en el aire, e invitaba a cualquiera a unirse a aquel guirigay desquiciado y maravilloso. Había chicas jóvenes, ataviadas con unos vestidos de colores que Deidre no había visto nunca, tañendo instrumentos raros y entonando cánticos en un idioma desconocido. La reina comenzó a danzar al son de esta música, que tenía el efecto de un canto de sirena, y envolvía a quien la escuchase, haciendo que se abandonase por completo. En medio del baile vio a Neala, que le estaba haciendo señas. Deidre salió de la nube de cuerpos en movimiento y se acercó adonde estaban ella y otras mujeres. Todas tenían jarras en la mano, y la misma Neala le tendió una a ella. El recipiente contenía un líquido de un fuerte color violeta. Era una pócima para asegurar el buen augurio, explicó Neala. Hicieron un brindis, y Deidre tomó un largo sorbo del brebaje, que tenía un sabor muy intenso: a frutos del bosque y a algo más que no supo identificar. Inmediatamente sintió como un calor muy intenso ascendía por todo su cuerpo. Su corazón comenzó a latir muy deprisa. Empezó a imaginar que ella misma se disolvía en una lluvia de chispas; que era una supernova y que pronto explotaría en un millón de colores. Quiso bailar, gritar hasta dejarse la voz, trepar a los árboles cual ardilla y batir sus alas en la negrura de la noche como si fuera un pájaro. La cabeza le daba vueltas, pero volvió a introducirse entre la multitud y comenzó a bailar de nuevo. La música parecía sonar cada vez más fuerte, y la reina sintió cómo le martilleaba el cerebro. Su vista comenzó a nublarse, dejó de sentirse en pleno control sobre su cuerpo, y la sonrisa almidonada de Neala fue lo último que vio antes de cerrar los ojos y perder el conocimiento.

Despertó pasada una eternidad, o eso le pareció. Aun sabiéndose despierta, no percibía más que oscuridad absoluta. ¿Acaso había muerto? Se palpó los ojos y reparó en la gruesa venda que se los cubría. Alguien se los había vendado con tal fuerza, que era incapaz de quitársela. Intentó percibir con el resto de sentidos dónde se encontraba. Podía oír unas voces apagadas en la lejanía. También podía notar un traqueteo que la mecía y le indicaba que se hallaba en alguna carreta tirada por una bestia. No tenía las manos o los pies atados, hecho que la sorprendió de sobremanera. ¿Qué sentido tenía que le hubiesen vendado los ojos, y no le hubieran atado el resto de los miembros? Supuso que no tenían pensado que pudiera despertar. Se sentía aturdida, la cabeza le daba vueltas. Pero el instinto de supervivencia prevaleció sobre su estado de atolondramiento, por lo que se incoporó, palpó a su alrededor hasta encontrar lo que parecía ser una cortina, la abrió y a las de tres saltó y cayó al suelo, dando un fuerte tirón al vendaje de los ojos. Mirándola con incredulidad se encontraban las mujeres de los bosques. Deidre se encaró furiosa con ellas. -¿Qué se supone que ha pasado? ¿Qué habéis hecho conmigo?.- les preguntó, prácticamente abalanzándose sobre ellas. –Sólo intentábamos protegerte, bonita.-respondió Neala, esquivándola. –Allí estás en peligro. Con nosotras no te ocurrirá nada.-señaló, en tono apaciguador.  –No sé cómo habéis podido envenenarme así. Os tenía por mis compañeras.-les reprochó la reina, sintiendo cómo los ojos se le anegaban de lágrimas. –Y lo somos-respondió Neala, poniéndole las manos sobre los hombros.-Sólo queremos lo mejor para ti. Por eso vamos a llevarte a un lugar seguro.
Conforme hablaba, el resto de las integrantes de la comitiva se fueron acercando lentamente hasta formar un cerco alrededor de Deidre. Varias de ellas posaron sus manos sobre distintas partes de su cuerpo. Instantáneamente comenzó a sentirse débil y dócil, como una marioneta con las cuerdas cortadas. –Venga-le indicó Neala.-vuelve a la carreta, necesitas descansar.- Estaba siendo conducida hacia allí, cuando un ruido ensordecedor inundó el aire. Ninguna de ellas sabía lo que estaba ocurriendo, y la incertidumbre y el caos se apoderaron del grupo. Muecas de alerta en los rostros, miembros tensos y posturas incómodas. Pero de alguna manera u otra, eran hechiceras, y eran capaces de domar a la madre Gaia y enfrentarse a fuerzas sobrenaturales, por lo que no huyeron. Parecía que había llegado el día del juicio final. Una inmensa nube negra se elevó de entre los árboles y se acercó rápidamente hacia donde se encontraba el grupo de mujeres obnubiladas. Inmediatamente Deidre identificó el sonido que emitía esa cosa. Era el cúmulo de graznidos de ave, como si mil pájaros chillasen al mismo tiempo. Pero no cualquier ave. Sino de cuervo, para ser más exactos.
Las mujeres empezaron a huir despavoridas, al mismo tiempo que la multitud de pájaros negros se abalanzaban sobre ellas. Los gritos humanos se mezclaban con los chillidos de las aves conformando una sinfonía infernal. Los cuervos clavaban sus garras, se enredaban en el pelo, tiraban de la ropa y asestaban picotazos que parecían más bien puñaladas. En cuanto las mujeres se alejaron de la reina, ella pudo notar cómo recuperaba la consciencia y el poder sobre sus cinco sentidos. Uno de los cuervos voló hacia ella y se posó en su hombro. Ese era su cuervo. Y sabía que había acudido en su ayuda.
El instinto le dijo a Deidre que ese era su momento para escapar, y aprovechando que el resto de mujeres estaban demasiado ocupadas luchando por salvar sus vidas, comenzó a correr entre los árboles. El cuervo la acompañaba, volando sobre su cabeza. Deidre no tenía ni idea de adónde se dirigía; ella solamente se estaba dejando guiar por el pájaro, como si fuera una brújula. Corrió cuando se sintió con fuerza suficiente y anduvo cuando notó que le empezaban a faltar. Si se paraba, queriendo tirar la toalla, el ave comenzaba a graznar, por lo que ella debía retomar el paso. Siguieron así hasta que finalmente empezó a haber más claros entre los árboles, y comenzó a divisar el castillo a lo lejos. Con el último aliento que le quedaba consiguió arrastrase hasta el portón principal, donde se apoltronaban dos guardias. En cuanto la vieron aparecer acudieron a la carrera hacia ella. El cuervo, cuando ella ya estuvo a salvo, se marchó volando. Deidre se desplomó, completamente agotada, y uno de ellos la tomó en brazos, mientras el otro fue corriendo a avisar al rey. Arneot estaba al borde del ataque de histeria. Desde que volvió de la cacería había buscado a la reina por todas partes, y nadie había sabido decirle dónde estaba. Cuando vio aparecer al guardia Myles cargando a Deidre, sintió cómo un torrente de lágrimas empapaba sus mejillas y se deshacía el nudo que le oprimía el corazón. Fue corriendo hacia él, y con cuidado, cargó a su esposa en brazos. Toda la corte de damas de la reina y los caballeros del rey festejaron el hecho de que la reina estuviera relativamente sana y salva. Pero lo que Deidre necesitaba era descansar, así que el rey la llevó en volandas hasta el dormitorio. Entre Doreen, su dama de confianza, y él, desvistieron a la reina y la vistieron con enaguas de algodón y su túnica de dormir. Doreen cepilló su cabello mientras Arneot limpiaba su rostro con un paño y agua caliente. También aplicó ungüento curativo sobre los rasguños y magulladuras que se había hecho durante la huida, precisamente el mismo que tantas veces ella había usado para sanar las heridas de él. Finalmente, Doreen se retiró. Arneot mismo se cambió y preparó para dormir. Estaba agotado, había sido un día extremadamente largo y se encontraba tanto física como emocionalmente exhausto. Observó a su esposa, que se hallaba ya profundamente dormida. Mañana, cuando ambos hubieran descansado, le preguntaría qué fue lo que ocurrió. Pero estaba seguro de que habían sido esas endemoniadas brujas. Sus hombres de confianza se lo decían. Las damas de la reina también le advertían. Esas mujeres eran demonios en la Tierra. Si de verdad ellas habían sido las culpables de su desaparición, mandaría a sus soldados en su busca y captura, y no descansaría hasta que las cabezas de todas esas malnacidas colgaran de los muros del castillo.
Apagó la vela que alumbraba la estancia y se metió en la cama junto a su mujer. No tardó mucho en vencerle un sueño abrumador, que lo transportó a un mundo maravilloso, lleno de luz y seres fantásticos.

Despertó de madrugada al sentir a Deidre sacudiéndose en la cama. Parecía sumida en una terrible pesadilla, pues no dejaba de temblar y balbucear palabras inteligibles. El rey la despertó con dulzura, y ella nada más abrir los ojos rompió a llorar desconsoladamente en los brazos de él. Cuando de niño (cuando todavía vivía en Brenna) Arneot tenía pesadillas, su madre siempre le llevaba a la cama un vaso de leche humeante. Era muy tarde y no quería que ninguno de los sirvientes se tomase la molestia de tener que ir a las cocinas a preparar la leche, así que decidió ir él mismo; tras dar un beso en la frente a Deidre, se apresuró a ir hacia allí.
Deidre se quedó esperándole, tiritando de frío y con la mirada perdida. Ella le había dicho que no hacía falta que fuera, pero él insistió. Los minutos fueron pasando, uno detrás de otro, y Arneot no aparecía. Definitivamente su marido estaba tardando más de lo normal. Quizá había tenido algún problema en la cocina, o se había encontrado a alguien. Presa de la inquietud, decidió ir en su búsqueda. Nada más abrir la puerta, una bocanada de humo le abrasó los pulmones, y comenzó a toser. Olía muchísimo a quemado. Bajó corriendo, presa de la ansiedad, para contemplar desde la escalera, una escena dantesca de horror que nunca hubiera podido imaginar. En el vestíbulo mayor, Arneot trataba de defenderse como podía de 4 sujetos que lo había arrinconado contra una pared. La estancia estaba a rebosar de personas, era como si el castillo en su totalidad se hubiera concentrado allí. Todo el mundo menos Doreen, el mozo de cuadra, la cocinera y Arneot llevaban máscaras que le cubrían el rostro, pero Deidre supo al instante que todos ellos eran los hombres de supuesta confianza del rey, y también sus propias damas de confianza.

Siempre lo había sabido. Llevaba tiempo sintiéndolo. ¿Cómo había sido tan tonta?

Para más espanto, el fuego estaba empezando a extenderse y a lamer todo a su paso. Casi instantáneamente, las figuras enmascaradas repararon en la presencia de la reina, y varias de ellas fueron a apresarla tan deprisa que a ella apenas le dio tiempo a darse la vuelta y empezar a correr antes de que un sujeto se abalanzase sobre ella y la inmovilizase contra el suelo. Deidre gritó y Arneot también gritó al darse cuenta de que ella también se encontraba en medio de la trifulca, y sus gritos se unieron al estruendo general y al ruido de múltiples espadas entrechocándose Su captor la levantó y le colocó los brazos en la espalda. Así la condujo hacia la escalera que daba al sótano. Ella intentó zafarse y forcejear, mas era inútil, puesto que el hombre tenía una complexión física que doblaba la suya. Antes de comenzar a bajar la escalera, Deidre consiguió girar la cabeza un instante para contemplar cómo una figura se dirigía directa hacia Arneot por la espalda, blandiendo un hacha.

Después, un bramido desgarrador.

Deidre comenzó a llorar y a gritar y a lamentarse mientras su captor la llevaba directa hasta el sótano. La vida se le evaporaba del cuerpo, todo daba vueltas y ocurría demasiado rápido. Él la condujo hasta una de las mazmorras, y la empujó dentro. Deidre volvió a caer al suelo húmedo. Un par de ratas huyeron despavoridas.

¿Qué le quedaba? ¿Qué más tenía reservada la vida para ella? ¿Por qué no podía morir ya?

La figura que la había llevado hasta allí estaba parada dándole la espalda. Sólo pronunció una palabra antes de desaparecer escalera arriba:

Corre.

Pero ella no se fiaba. No podía saber si no le iban a tender una emboscada y mil cuchillos lacerarían su piel si se atrevía a salir al tranco de la puerta. Esperó hasta que reinó un silencio sepulcral, y decidió aventurarse fuera de la celda. Total, no le quedaba ya nada que perder. No había ninguna antorcha que alumbrase, así que las mazmorras se encontraban en la oscuridad más absoluta. Pero Deidre había recorrido demasiadas veces el camino hacia la salida secreta, por lo que pensó que podría orientarse sin problema. Rozando las paredes enmohecidas con la yema de los dedos, consiguió dirigirse hacia la escalera que daba a la falsa pared.
No recordaba llevar la llave encima. Siempre la llevaba consigo, incluso dormía con ella, pero esa noche la habían preparado para dormir cuando aún se encontraba indispuesta. Se llevó la mano al pecho, presa del pánico, y descubrió, con alivio, que sí llevaba el colgante de la llave. Bendito fuera Arneot. Dios lo llevara en su gloria.
Sacó la piedra, introdujo la llave y empujó la pared con una prisa tal como si la muerte estuviera pisándole los talones. Un paisaje de terror y desolación se extendía frente a ella. El castillo estaba siendo pasto de las llamas. Aunque todavía era noche cerrada, el cielo estaba teñido de color rojo escarlata, y columnas de humo negro ascendían hasta fundirse en el crepúsculo. Había gente histérica corriendo en todas direcciones. También había caballos encolerizados encabritándose y galopando tras haberse visto libres y fuera de los establos. Deidre avistó a su yegua Tara, que se encontraba a unos diez metros de ella, visiblemente asustada. La reina corrió hacia el animal, que pareció reconocerla entre tanta barbarie, e incluso tranquilizarse cuando esta comenzó a acariciarle el lomo. Sin pensar mucho en lo que hacía, y dejándose guiar por su instinto, la reina montó encima de Tara. No llevaba silla ni bridas, pero no era la primera vez que cabalgaba a pelo, y lo único que importaba era salvar el pellejo, así que rodeó el cuello del animal con los brazos, la espoleó en el corvejón, y la yegua emprendió al galope la huida. Conforme se alejaban del lugar, Deidre se giró para contemplar, por última vez, lo que una vez había sido su hogar, ahora reducido a un punto rojo en medio del paisaje. La estupefacción dio paso al dolor. Algo se desmoronaba dentro suya. Y casi se cae de la yegua. Pero debía seguir. Es lo único que tenía claro.

Cabalgaron y cabalgaron. Tara parecía movida por una fuerza invisible, desconocida, todopoderosa. Cabalgaron toda la noche, a través del espacio y del tiempo. Cabalgaron hasta que los árboles tuvieron una forma distinta y la tierra desprendía un aroma diferente. Cabalgaron sin cesar hasta que Deidre tuvo la certeza de que ya estaban a salvo. Lejos, muy lejos de allí, quizá a cientos de kilómetros de aquel castillo maldito. Y cuando supo que ya no tenía sentido seguir huyendo, mandó a Tara que frenase. Acarició una vez más su crin, y desmontó de su grupa. A su alrededor había hierba, y exhausta como se encontraba, se tumbó sobre el pasto. Tara se quedó a su lado como una centinela. Ahora sí podía irse del mundo, después de haberse despedido de todo lo que conocía. Cerró los ojos.

Cuando los abrió de nuevo, un cielo celeste claro se extendía sobre ella. Le pareció tan bello y perfecto, que sentía que veía el amanecer por primera vez en su vida. Miró en derredor. Se encontraba en un prado verde, en el prado más bonito que hubiera visto nunca. Era como si hubiera despertado en un mundo nuevo, siendo otra persona. Sintiéndose libre y ligera, por una vez en sus veintitrés años de existencia. Por fin. Por fin había alcanzado la libertad. Aunque casi le hubiera costado la vida.

A su vera se encontraba Tara. Y en su lomo, posado, el cuervo.

Su cuervo. Que la observaba con expectación, con esos ojos negros suyos. A Deidre no le sorprendió encontrarlo allí, en un lugar tan lejano. Sabía que fuera donde fuese, él la seguiría.

Y no la abandonaría jamás.

Nunca más.

lunes, 14 de enero de 2019

Aquella ninfa

Claro que la recuerdo. Cualquier persona que hubiese tenido el placer de conocerla sabe bien que olvidarse de ella no es una tarea fácil. De hecho, es casi imposible. Sencillamente ella era, sin más, una persona que no olvidas, que deja una huella indeleble en tu interior y debes aceptarlo y vivir con ello.
Hace bastante tiempo que su camino y el mío tomaron direcciones diferentes. Lo aceptamos sin pesar y sin guardarnos ningún tipo de rencor. Y desde entonces ella vive en un lugar especial que le reservé en mi fuero interno. Espero que yo de vez en cuando también me asome, muy furtivamente, por su memoria.

Claro que la recuerdo. No podría olvidar esa mirada suya ni aunque lo intentase con todas mis fuerzas. Ni el tacto de sus dedos fríos haciendo garabatos sobre mi piel. Durante los meses en los que orbitamos la una próxima a la otra por capricho del destino, me dediqué a inmortalizarla, a detenerme en cada detalle de ella, a captar pedacitos de su ser para poder llevarlos conmigo cuando ella emprendiese el vuelo. Ella era un mirlo negro que cantaba al morir la noche. Yo, un colibrí nervioso y diminuto que batía las alas a su vera.

Era bella. Muy, muy bella. Pero su belleza era singular, poco común. Solía pensar que su hermosura estaba oculta entre la maleza, y era salvaje e indomable (casi tanto como ella), pero al mismo tiempo, delicada y frágil como un cristal de hielo.
Rompió los esquemas de todos en el momento en que puso un pie en aquel instituto. La recuerdo nadando siempre a contracorriente. No le interesaba integrarse. Era el tipo de persona que parece haber nacido para vivir en solitario, errante por un mundo al que no comprende y tampoco intenta comprender. Tampoco quería acercarse a nadie. Pero irradiaba un magnetismo al que pocas personas eran capaces de resistirse. Todo el mundo quería ser su amigo. Levantaba pasiones entre los chicos (y entre las chicas también), pese a que no le paraba bolas a ninguno. Ella parecía haber venido de otra época, de otro planeta. Era como si viviera en otra dimensión completamente distinta a la nuestra. En el fondo, creo que yo ni siquiera llegué a acercarme ligeramente a su mundo, tan protegido y vigilado con un recelo infinito.

No dejaba indiferente a nadie. Recuerdo que no usaba maquillaje nunca. Tampoco se depilaba. Lucía sus piernas y sus axilas con orgullo y libertad, casi de forma desafiante, como si con ese gesto quisiera demostrarle al resto hasta qué punto era capaz de retar los convencionalismos sociales para saberse únicamente suya. Al principio la criticaron por ello, y dejaron de hacerlo cuando se dieron cuenta de que ella se crecía con cada crítica que recibía. Sin embargo, de vez en cuando se oía algún comentario por lo bajini en tono de mofa sobre su vello corporal. Pero yo sabía que detrás de esa falsa mofa se escondía la admiración por la valentía de la que ella se hacía gala, y sobre todo, la envidia. Envidia por una libertad por la que ella había luchado a brazo partido, entre mareas de sangre, sudor y lágrimas. Una libertad que ahora le permitía ser ella. Puramente ella.

Sin embargo, cuando su nombre me viene a la memoria, lo primero que pienso no es en sus pómulos tallados en marfil, ni en su aroma a tierra mojada, ni en su forma de reír, o cómo me sentía cuando estaba a su lado. Pienso en su energía. Ella era una fuerza desbocada de la naturaleza. Irradiaba una luz que cegaba. Su seguridad en sí misma fue como un terremoto que nos sacudió a todos. Y me sigue sacudiendo a día de hoy cuando pienso en ella.

Por esa época yo escribía, escribía sin cesar. Vivía flotando entre nubecillas de palabras, sintiéndome existir bajo lluvias de tinta y barcos de papel. Y recuerdo enseñarle todo lo que iba escribiendo. Tanto si era un texto triste y en tono plañidero porque me habían roto el corazón, como el comienzo de una novela en pañales que empecé a escribir en un cuaderno escolar. Fue la primera persona a la que mostré el discurso que había elaborado para la ceremonia de nuestra graduación. Yo escribía, ella leía. Siempre se deshacía en alabanzas. Hacía complejos comentarios sobre mis escritos. Me ponía por las nubes, me subía hasta las estrellas y me hacía tocarlas con las yemas de los dedos.

Pero yo nunca creí sus halagos. Hoy en día tampoco lo hago.

No sé muy bien por qué razón en el día presente los senderos me han llevado a escribir sobre ella. Simplemente sentí la necesidad repentina de retratarla una vez más, esta vez con la palabra como si fuese el pigmento y ella, una obra de arte que pocas personas fueran capaces de comprender. Creo que eso a ella le hubiera gustado. Quizá le diga que he escrito sobre ella. Quizá no. Es mejor que sea una sorpresa con la que un día se pueda topar. Así que se lo dejaré colgado de la rama de un árbol, para que ese mirlo negro lo encuentre si alguna vez vuelve a pasar por este bosque.

lunes, 7 de enero de 2019

Pequeña canción del incendio nocturno

Me iré de aquí.

Me iré para no volver. Y viajaré ligera de equipaje.
Sólo llevaré unos pocos recuerdos. Pero no demasiados, no vaya a ser que lastren mi camino.

Llevaré el corazón limpio y los pies descalzos, el pelo suelto y lleno de flores blancas.
Con la luz de la mañana de la que tantas veces me escondí le daré brillo a mis ojos y los liberaré de sombras, y por primera vez en mucho tiempo, en mi rostro no habrá pesar ni gesto que deje entrever que por ahí dentro quizá haya aún alguna herida que sigue sangrando y no debería.

Pero antes de marcharme lo quemaré todo.

En una noche oscura, tan tenebrosa que incluso a las estrellas les atemorice salir, construiré una pira funeraria. En ella amontonaré reliquias y trastos viejos, fotos antiguas y todo aquello que se me acumule en el armario. Tiraré lo podrido y lo anticuado, dejaré que sean pasto de las llamas los frascos de ponzoña y todos los artilugios de tortura que algún día causaron tanto daño.

Se celebrará un funeral. De mí para mí.

El humo negro rascará el cielo, y dará paso a un ocaso como nunca antes visto, que traerá la paz y la esperanza tras un crepúsculo abrupto marcado por el olor a muerte y quemazón.

Entonces abriré los ojos.

Y lloraré por todo lo que habré ganado perdiendo lo que tenía, o pensaba tener.

En medio de la desolación caminaré, andaré entre las cenizas y los rescoldos aún humeantes.
Después me iré. Entonces podré irme, con las cuentas saldadas y no dejando nada atrás. Todo estará dicho, y al fin habré hallado la paz que tanto deseaba, que tanto perseguía, y tanto parecía esconderse de mí.

(Que tanto parecía no merecer)

Después de mi guerra. De tantas guerras, de tanto dolor. De tanto sentimiento al final del día de que el mundo es gris; peor, de que el mundo es negro, que quizá no siempre lo ha sido pero siempre lo será, y que seguramente nunca vuelva a salir el sol. De que la suerte está echada, y esto era todo lo que había para mí. Rabia infinita y tristeza que me quitaba la vida por la noche para devolverme un poco a la mañana siguiente.

Iré en busca de los trenes que me dediqué a perder intentando encontrarme a mí misma. Me subiré de hurtadillas al que me parezca más bonito, o cuyo destino sea más lejano, y no me daré la vuelta. No habrá nada que extrañar. Ni un lamento que emitir, o una lágrima fría que dejar resbalar por el pómulo de porcelana.
Sólo habrá un camino a seguir: el que se extienda ante los ojos radiantes, el que prometa sacrificio y esperanza, y primavera y verano y otoño e invierno al mismo tiempo. El que sea tan verde como mi alma y tan azul como el océano en el que tantas veces naufragué. Ese seguiré. Y pase lo que pase nunca volveré al claustro y al dolor penitente, al ácido corrosivo de las lágrimas de madrugada. No callaré hasta que se me apague la voz, no condenaré mi corazón al ostracismo.

Me iré. Me iré para ser libre. Arderé si es necesario para volver a nacer. Para poder ser lo que nunca fui.

Libre. Nada más que libre.