Corría el verano de 1919, caluroso como las llamas que
parecían salir del asfalto recalentado tras muchas horas de exposición solar.
Connor pedaleaba cuesta arriba, casi sin resuello, en la vieja bicicleta
prestada, que definitivamente había conocido tiempos mejores. No dejaba de
emitir chirridos extraños y la cadena se le soltaba cada dos por tres. Pero era
el único medio de transporte del que disponía; ese, o tener que hacer las
entregas a pie, y esa no era una opción viable.
La empinada subida se le antojaba interminable, como si en
vez de dirigirse a una mansión, estuviese intentando subir al cielo cual torre
de Babel. La camisa del uniforme se le pegaba a la espalda, empapada de sudor,
y sus piernas protestaban, sobrepasadas por el esfuerzo. Connor era un chico
joven, pero le costó pensar que, a partir de ahora, debería sufrir semejante
martirio cada vez que debiera entregar alguna carta o paquete al dueño de la
estrafalaria casa. El chico llevaba tan sólo un par de semanas en el puesto de
trabajo, pero, hasta el momento, no había tenidp que ir a la mansión que se
erigía, imponente y majestuosa, en aquella elevada colina que parecía alzarse y
contemplar al pueblo desde las alturas.
Había encontrado trabajo gracias a un anuncio en el
periódico. Tras la Gran Guerra, la población joven de Inglaterra había mermado
considerablemente. Connor se libró de ir, debido a que era demasiado joven,
pero ya había alcanzado la mayoría de edad y había llegado el momento de
abandonar el nido y empezar a ganarse el pan por sí solo. Cuando vio el anuncio
de una vacante como ayudante en la oficina de Correos, no dudó en trasladarse
desde Abbotsbury, donde se había criado, hasta Huddersfield, el pueblo donde
ahora se encontraba. Acudió sin avisar, sin mandar carta antes, y, en definitiva,
sin la certeza de si iban a darle el empleo o, por el contrario, darle un
portazo en la cara y mandarle de vuelta a casa. Pero la suerte hizo que el
puesto fuese suyo casi en el momento en que puso un pie en la oficina. Por lo
que le contaron, habían llegado muchos muchachos en los últimos meses que se
habían acabado marchando. Pero Connor estaba decidido a quedarse, pues el
pueblo le parecía bonito, el trabajo no era demasiado duro (salvo cuando le
tocaba dejarse el alma salvando pendientes en bicicleta) y, aunque su sueldo no
era elevado, era suyo y le bastaba para vivir y ser independiente.
Cabe decir que no se esperaba el recibimiento que obtuvo.
Había oído que la gente del norte era cerrada, pero no se imaginaba hasta qué
punto esa frase era cierta. Allá donde iba, sólo encontraba miradas que no le
resultaban agradables: unas de recelo, y otras, temerosas. Allí se sentía más
extraño que en ningún otro lugar, como si nadie le quisiera en el pueblo y
debiera darse media vuelta y marcharse bien lejos. Connor lo atribuyó al
carácter huraño de los lugareños y prefirió no darle demasiada importancia; ya
se acostumbrarían a ver su bermeja cabellera y su cara pecosa recorriendo las
callejuelas de Huddersfield.
Finalmente alcanzó la cima de la loma, y avanzó, ligero como
la brisa marítima, por el camino de gravilla, hacia el gran portón que, como
boca de lobo, daba paso a una monumental edificación de estilo victoriano.
Connor sólo había visto el caserón a lo lejos, y ya le había parecido
impresionante, pero tuvo que reconocer que cuando estuvo ante él, no pudo sino
sentirse intimidado. No parecía real, no parecía que fuese un lugar donde
realmente pudiera vivir alguien, sino más bien una mansión sacada de una novela
de Edgar Allan Poe. Parecía que en cualquier momento se iba a abrir una ventana
e iba a salir volando una bandada de murciélagos, aleteando sus alas negras y
formando un batiburrillo de silbidos desagradables. Connor se rió ante
semejante ocurrencia, y se reprendió a sí mismo por pensar algo así. Sus padres
y sus maestros siempre le habían censurado ese aspecto de su personalidad.
Trataban de hacerle poner los pies en la tierra, mas era un chico que vivía en
las nubes, que era como un pajarillo de alas rojas.
Así que trató de comportarse como un adulto responsable.
Bajó de la bicicleta, y la dejó apoyada en un arbusto. Sacó de su bolsa de piel
el pequeño paquete que debía entregar. En el destinatario no figuraba ningún
nombre, tan sólo unas iniciales: FFF. No había remitente. Aunque no era muy grande, la caja pesaba bastante. La
sacudió ligeramente, y emitió un sonido raro, como si estuviera agitando un
sonajero de bebé. Fuera lo que fuese, no era asunto suto, así que se metió la
camisa por debajo de los pantalones, se alisó ese cabello enmarañado que
difícilmente se dejaba domar, y asió la aldaba metálica que coronaba el portón
de madera, dando tres golpecitos que, aunque leves, crearon un eco que pareció
crecer y crecer en medio de aquel silencio.
Esperó unos instantes, y a no recibir respuesta, volvió a
tocar. Nadie abrió, pero tenía la extraña sensación de que había alguien en la
casa, así que reculó sobre sus propios pasos, sintiéndose observado. Porque, en
efecto, al dirigir la mirada hacia las ventanas, divisó una joven mirándole
fijamente. Pero no era una mirada hostil como la del resto de vecinos, sino una
reconfortante y cálida, acompañada de una sonrisa dulce como la mermelada de su
abuela. La chica le hizo señas a Connor para que entrase. Connor le dijo a su
vez que la puerta estaba cerrada, y la chica repitió el mismo gesto, como si no
se hubiera enterado. El muchacho se acercó a la puerta, y cuál fue su sorpresa
al ver que ésta cedía fácilmente bajo sus dedos, y se abría con el crujido
típico de las cosas viejas.
De entre todos los escenarios posibles que Connor hubiera
sido capaz de reproducir en su desbocada imaginación, el que vio ante sí,
hubiera sido el último que hubiera podido pensar. Cuando abrió la puerta, casi
estaba seguro de que iba a encontrarse entre tinieblas, rodeado de telarañas y
con un mayordomo-esqueleto dándole la bienvenida, portando una cabeza cercenada
–con una manzana en la boca- servida en una bandeja reluciente de plata. Nada más lejos de la realidad. Un amplísimo vestíbulo color
púrpura parecía darle la bienvenida, cuyo techo parecía alzarse hacia el cielo
y llegar hasta el infinito. Una especie de lámpara de araña pendía de él, y
presidía solemnemente la estancia. Connor la contempló con curiosidad,
estirando el cuello todo lo que su fisionomía le permitía, y se dio cuenta de
que no era una lámpara de araña, sino una suerte de móvil compuesto de muchos,
muchísimos planetas y astros. Reconoció algunos, los que le habían enseñado en
la escuela, pero en el curioso mecanismo había más, seguramente, de otras galaxias.
El suelo era de baldosas de mármol, que, como pudo
constatar, formaban formas que se extendían por todo el vestíbulo, componiendo
un extraño símbolo que el chico desconocía. Los pasos tímidos del joven
repiqueteaban en un soniquete que la magnitud de la estancia no hacía sino
ampliar.
-¿Hola?- dijo Connor.- No recibió más respuesta que el eco
de su propia voz. -¿Hay alguien?-volvió a preguntar, mas volvió a ser en vano.
En el centro del vestíbulo había una pesada mesa de roble
estilo Luis XIV. Sobre ella descansaba un jarrón rebosante de unas hermosas
flores azules. Connor se planteó depositar el paquete allí y marcharse, pero,
por otra parte, consideraba muy maleducado entrar e irse sin decir nada.
Además, sentía un extraño deseo de conocer el dueño o dueña de aquella
estrafalaria vivienda, de ver si era la chica que había avistado por la
ventana, o de si allí había alguien más. Parecía un espacio demasiado grande
para una sola persona.
Percibió una tenue música proviniendo del piso superior, así
que se encaminó hacia la amplia escalinata, que le recordó a las imágenes que
había visto de la que tenía el Titanic. Esto le hizo estremecerse. El pasamanos
de la escalera estaba tallado en madera, de manera que parecía que una
serpiente interminable se enroscaba por él. Miró hacia arriba y vio numerosos
sujetavelas, que portaban velas blancas, negras y rojas. Algunas emitían un
tenue resplandor, que reconfortó al chico casi instantáneamente. Una vez hubo subido al piso superior, un larguísimo pasillo
se extendía frente a él. Numerosos cuadros de hombres y mujeres con
estrambóticas túnicas parecían contemplarle desde las paredes. Connor avanzó
hasta el lugar de donde parecía venir la música. Asió el pomo de la puerta, que
era una especie de figura de cristral morado, y entró en la habitación.
Lo primero que vio fueron dos ojos de aspecto diabólico
mirándole fijamente. Connor ahogó un grito, antes de darse cuenta de que esos
ojos eran de piedra, y pertenecían a una gárgola de una criatura extraña. De
hecho, toda la habitación estaba repleta de ellas; aquello parecía el estudio
de un escultor. No tenían nada de envidiar a las de la catedral de Notre Dame.
Se paseó por la estancia, fijándose en las figuras, y se dio cuenta de que no
había dos iguales. Cada una tenía algo que la diferenciaba del resto. Y todas
parecían mirarle, y querer saltar sobre él, si no estuvieran presas de sus
cárceles de piedra. Anexa al estudio había otra habitación, a la que el chico
accedió atravesando un arco apuntado. Esta sala era más grande, y estaba
envuelta en luces de colores, pues las ventanas habían sido sustituidas por
vidrieras. Allí había numerosas mesas y encimeras repletas de artilugios que el
chico desconocía, así como vasijas y recipientes de múltiples tamaños, que
contenían líquidos coloridos, así como instrumentos medidores y otros
aparatejos. Eso debía ser un laboratorio. Pero el laboratorio más raro que
jamás hubiera visto.
Connor se dio la vuelta y regresó por donde había entrado,
tratando de esquivar la mirada de las gárgolas. De vuelta en el corredor,
intentó volver a seguir el rastro de la melodía, pero no percibió más que un
silencio sepulcral. Sopesó empezar a atravesar las distintas puertas (y tan
distintas, pues cada una estaba rematadas por un arco de un estilo
arquitectónico diferente) repartidas por todo el pasillo, hasta que algo captó
instantáneamente su atención. Al final del pasillo, una gran puerta negra
rezaba lo siguiente: Biblioteca.
No pudo resistirse. Los libros eran su perdición. Y a lo
mejor el dueño de la casa se encontraba dentro. Avanzó, casi en estado de
hipnosis, y abrió la puerta. La biblioteca era enorme, hecho que no le extrañó,
pues todo en aquella casa parecía ser grande, o extraño. Las estanterías se
extendían a lo largo y ancho del lugar, casi tocando el techo. Connor sintió,
repentinamente, que no estaba solo allí. Alzó la voz, y, una vez más, volvió a
no recibir respuesta. La biblioteca estaba en semi penumbra, pero su vista se
acostumbró rápidamente a la falta de luz.
Tres gatos negros le observaban agazapados en un estante, y
al acercarse él, salieron corriendo y atravesaron la puerta, que se cerró de
golpe. Casi en el momento en que la puerta quedó cerrada, empezó a oír una
especie de voces, que provenían del sitio donde los gatos estaban escondidos.
Se acercó al lugar, escuchándolas más claramente a medida que se aproximaba.
Allí había otra figura, esta vez, de un gato blanco. Empezó a fijarse en los
libros que había en los estantes. En sus lomos y en sus portadas no había
títulos, tan sólo nombres. A Connor, dichos nombres le sonaban vagamente,
aunque era incapaz de recordar en qué momento o lugar los podía haber visto
antes. En cuanto tomaba un volumen en sus manos, era como si este le hablase en
un idioma incomprensible; como si este fuese un ente con vida propia, pues
todos los libros estaban cálidos, como órganos vivos. El chico pensó que eran
imaginaciones suyas, que el aura peculiar y el ambiente cargado de la
biblioteca debían estar trastocándole los sentidos y provocándole tener
visiones. Un maullido le devolvió a la realidad, y se dio cuenta de que el gato
blanco estaba vivo. Saltó de lo alto de la balda donde se encontraba, como un
vigía, y se dirigió al fondo de la sala. Connor lo siguió, como un barco
perdido siguiendo la luz de un faro en mitad del crepúsculo. El gato se
encaramó ágilmente de un salto a una mesa blanca y maciza, que descansaba
contra la pared (sea quien fuere el propietario de la mansión, definitivamente
tenía preferencia por el mobiliario ostentoso). Encima de la mesa había varias
velas y unos cuantos periódicos y papeles. Connor ya había perdido cualquier
sentimiento de vergüenza o recato, y le traía sin cuidado que le pillasen
curioseando, así que empezó a husmear entre los folios.
Uno de ellos era una
lista de nombres. En la oficina de Correos había una copia exacta de aquel
documento; era una especia de registro de todos los ayudantes que habían pasado
por su puesto de trabajo antes que él. Empezó a notar un nudo en el estómago.
Los nombres coincidían con los que rezaban los libros que acababa de ver. Por
eso dichos nombres le eran familiares, y no podía recordar por qué.
Se fijó en el periódico. Databa de un mes antes, y era
justamente el mismo ejemplar en que había encontrado el anuncio del puesto
vacante.
Notó la sangre evaporándose de sus venas. A punto estuvo de
desplomarse, y para evitarlo, se apoyó con las dos manos sobre la mesa. Ante él
había un pesado libro abierto, en el que no había reparado antes. Era muy
viejo; tanto, que las hojas se habían vuelto casi translúcidas. Estaba escrito
en latín.
Para su desgracia, Connor dominaba ese idioma a la
perfección. Era el problema de haber estudiado toda su vida en un colegio
religioso.
El agujero que tenía en las entrañas se hacía más y más
profundo conforme avanzaba en la lectura. Conjuros, encantamientos, y hechizos
de la magia más oscura que pueda imaginarse nadie recorrían las páginas de
aquel manual de nigromancia, enseñando al lector cómo extraer el alma de un ser
vivo, cómo transformarla a gusto del brujo o bruja en cuestión, y cómo
contenerla en todo tipo de objetos, desde estatuas instrumentos…o libros.
De modo, que, ciertamente, allí Connor no estaba solo.
Repentinamente, la puerta de la biblioteca se abrió de par
en par, con un estruendo que provocó que algunos libros se desprendiesen de sus
estanterías.
Lo último que Connor alcanzó a ver fue una silueta negra
recortada a contraluz.
Y un par de ojos rojos.
Fuera, un cuervo emprendió el vuelo, y surcó el cielo
emitiendo un graznido.