La luna alcanzó el cénit del cielo, y se alzó, como una
reina engalanada en un majestuoso vestido color plata, en medio de una noche
oscura sin estrellas ni mirlos negros que cantasen a horas intempestivas.
Dentro de la monstruosa catedral, silencio sepulcral. Ni
siquiera las campanas se atrevieron a repicar, al alcanzar el reloj las doce en
punto. Todo parecía contener la respiración aquella madrugada.
La luz de la impresionante luna se colaba, osada, a través
de las enormes vidrieras de colores repartidas por las paredes de todo el
templo, creando un cierto ambiente fantasmal.
Silencio. Silencio inquietante. Como el de instantes antes
de que se desencadene una tormenta. Un silencio que le provocaría ansiedad
hasta a la persona más serena.
Como un rayo que partiera el ocaso en dos, ambas puertas de
la catedral se abrieron con sendos portazos que hicieron retumbar los gruesos
tabiques de piedra.
Por la puerta principal entró una horda de caballeros
ataviados con armaduras de hierro negro. Uno de ellos portaba un estandarte con
una bandera de color azul y blanco. Todos ellos llevaban el casco puesto y el
yelmo bajado, por lo que era imposible ver sus rostros. Además, tenían espadas,
no desenvainadas, pero con las manos en el cinto. Caminaban rítmicamente, sin
adelantarse, sin dar un paso más del debido, como si fueran androides que
hubiesen sido creados todos idénticos y programados para comportarse de la
misma manera. Sus botas de metal contra el suelo de granito creaban eco, que se
extendía por toda la catedral.
Caminaron como un ejército de androides de metal sin alma
hasta llegar al centro de la nave principal, donde se detuvieron.
Por el otro extremo penetró de la misma manera otra caterva
de caballeros. Estos vestían una armadura dorada, que emitía un resplandor a
pesar de la semioscuridad del lugar. Al igual que el otro grupo, uno de estos
portaba una bandera color negro y verde. Dichos ejércitos parecían clonados,
pues los últimos también llevaban los yelmos bajados y caminaban igual, como si
se dirigiesen a la guerra, a la muerte, a un fin que sabían y llevaban asumido,
como si hubiesen sido creados para eso.
Se dirigieron al centro de la catedral, colocándose en
frente de los caballeros negros, apenas separados por unos pocos metros.
Ambos grupos se encontraban cara a cara. Pero, al mismo
tiempo, parecían no mirarse, no respirar. No saber por qué se encontraban allí,
pero llevar a cabo una misión, un fin que debían cumplir. Un asunto de vida o
muerte.
Varios minutos discurrieron así, sin que nadie moviera un
dedo, ni ninguna espada cayera al suelo ni fuera desenvainada. Sin que nadie
respirase.
De repente, un cuervo se adentró en el santuario por una de
las ventanas. Sobrevoló la catedral, casi atravesándola, y graznando con unos
sonidos crujientos que, más que disolver el sonido, lo arañaban, como unas uñas sobre una pizarra. Trazó varios
círculos en su vuelo, hasta alcanzar uno de los extremos de la cruz del altar
mayor. En el preciso instante en que sus pequeñas patas se posaron sobre el
frío metal, los caballeros desenvainaron sus espadas en un rápido movimiento,
más veloz que un parpadeo.
Casi coreográficamente, ambos grupos se enzarzaron en una
batalla que, más que una batalla, parecía una danza previamente ensayada. Las
armas blancas chocaban, los caballeros negros avanzaban ante un ejército dorado
que luchaba con tesón. Debido a estar tan perfectamente protegidos, no había un
solo caballero que resultase herido, ni siquiera que gimiese de dolor o se
detuviese a tomar aliento. En los suelos de la catedral no había ni una gota de
sangre, ni de sudor, ni de lágrimas. Se encontraban tan impolutos como los
habían dejado los religiosos un par de horas antes.
Sólo rompían el silencio los sonidos metálicos de las
espadas al entrechocar.
Durante horas, los guerreros batallaban sin cansarse,
sin desfallecer. La batalla parecía no estar decidida; la balanza no se
inclinaba hacia ninguno de los dos bandos. ¿Qué ocurriría si la lucha no
llegaba a su fin, si al día siguiente llegaba el arzobispo y su séquito y se
encontraban ante semejante panorama?
Cuando el reloj alcanzó las 5 de la madrugada, el cuervo
levantó la mirada de la marabunta de cuerpos que combatían, dispersos por toda
la catedral. Decidió que la hora había llegado. Alzó el vuelo de nuevo,
batiendo, majestuosamente, sus enormes alas azabache, como si se exhibiese ante
los caballeros que, por supuesto, no le estaban mirando. Como una exhalación,
salió por el mismo lugar por donde se había introducido. Voló cielo arriba
hasta llegar al punto más álgido de la catedral, rodeando la torre, y posándose
en la punta del pararrayos que coronaba la estructura.
En el mismo momento en que el ave alcanzó la punta, los dos
portones de madera se cerraron de un portazo.
Todo ocurrió al unísono, como si formase parte de un
mecanismo que el ave hubiese accionado. De la misma manera que un efecto
mariposa, pero ligeramente más macabro.
Inmediatamente después de que las puertas se cerraran, los
caballeros empezaron a desplomarse. Uno a uno, como a marionetas a las que les
hubieran cortado las cuerdas, cayeron contra el suelo de piedra, hasta que no
quedó uno en pie (o no quedó títere con cabeza, como se suele decir).
Los yelmos rodaron. Los penachos quedaron tendidos, como
caparazones de tortuga huecos. Las manoplas de los dos bandos se mezclaron. Los
quijotes estaban esparcidos, sin nadie que los llevase. Las espadas parecían
muertas, resplandeciendo bajo la luz de colores que aún se introducía por las
vidrieras.
La lucha había acabado. Así, sin más.
Y sin ningún cadáver necesitado de sepultura.
(no se puede matar lo que ya está muerto.)