viernes, 2 de septiembre de 2016

Escarcha.



He perdido la cuenta de las veces que he rebobinado este momento en mi mente. Tantas, que ya no estoy segura de si ocurrió de esta forma, o mi memoria se ha encargado de alterar múltiples detalles. Sin embargo, con el tiempo,  y me alegro de poder decir que ha pasado el suficiente como para no sentir dolor -tan sólo una pizca de melancolía, pero creo que eso es normal, y hasta cierto punto, sano- dejé de pensar en todo esto, quizá porque me sentí obligada a prestarle toda mi atención a otros temas que me desgastaron cuerpo y alma por aquel entonces.
Aquel entonces. Como si hubiera transcurrido toda una vida, en vez de algunos meses. Supongo que las brechas en corazón y memoria obligan a esto, a tomar tanta distancia con el que se era y se tuvo que dejar de ser, que todo lo anterior parece más propio de otra vida, o de un sueño que apenas se recuerda.

Dio la casualidad de que todo esto pasó en el día más frío del invierno. Disfrutábamos de un invierno más bien suave, pero ese día las temperaturas descendieron mucho, seguramente porque sabían que ese día teníamos programada una visita a la Alhambra. Se suponía que íbamos a aprender mucho, ya que, a propósito de la asignatura, se nos iban a explicar distintas partes de la Alhambra. Pero yo no recuerdo más que el frío que se me enroscaba en los huesos, y que me sentía desnuda a pesar de que entre todas mis capas y prendas de abrigo, un astronauta habría muerto abrasado. Me recuerdo tiritar entre los bellísimos patios y palacios. Y en medio de un océano de recuerdos en el que me hundía, por mucho que intentase mantenerme a flote. Cada recuerdo era un fantasma frío y vengativo que revoloteaba a mí alrededor y se me clavaba como una esquirla de cristal en la piel.

Con todo, creo que es razonable que tras la visita, tuviera que estudiar la Alhambra por mi cuenta, al no haberme enterado de nada.

El “tour” gélido no fue lo peor de la jornada. Dentro de lo que cabe, mantuve el tipo, o al menos lo intenté. Bailé con mucho cuidado sobre una cuerda floja durante todo el día, balanceándome a un lado y al otro, pero sin acabar de caer. Sin embargo, la última parada de nuestra visita me precipitó al vacío de cabeza. Intenté evitarlo. De veras que traté de no caerme al océano. Pero acabé ahogándome con mi propio mar de lágrimas mientras huía cual fugitiva por los jardines de la Alhambra,  buscando un refugio en el que poder ponerme a cubierto.

Pero no hay un lugar inalcanzable para la memoria. Ni siquiera en nuestros sueños estamos a salvo.

Esa tarde, pese al frío, me obligué a mí misma a salir a la calle. Me daba la impresión de que llevaba conmigo un enjambre de avispas enfadadas y tristes -tristeza e ira, la peor combinación de todas- y que, si me encerraba en casa, terminarían por picarme todas. Y soy alérgica a las avispas.
Así que busqué distracción a mi congoja en la tarde hostil del frío febrero granadino. Y curioseando estaba en una tienda,cuando alcé mi mirada del suelo, que fue a chocar con la de mi profesor, el que nos había conducido por la Alhambra aquella mañana. Yo aún seguía algo resentida con él. No quería visitar lo que desbordó mi cubo de tristeza. Pero él insistió.

No era un mal tipo. Me llevaba muy bien con él, de hecho. Y no conocía los motivos por los que yo no quería ir. Eso, antes. Alguien le dio el chivatazo después de verme huir llorando como una bellaca.

Balbució unas palabras de disculpa. "De todas formas, ojalá fueran eso todos los problemas del mundo, ¿no?". Mi respuesta fue una sonrisa forzada. Seguramente, la sonrisa más forzada de todas las sonrisas que he forzado nunca.  En ese momento, podía haberle dicho muchas cosas. Podía haberle dicho, por ejemplo, que estaba teniendo conmigo el nivel de empatía de una patata. Pero no tenía ganas o fuerzas de ponerme beligerante. No estaba solo, iba con él su hijita pequeña, una niña monísima que me observaba con una mezcla de curiosidad y vergüenza, medio escondida detrás del calor y la seguridad de su padre.

Él pensaba que yo sufría de males de adolescentes, que era una jovencita joven, ingenua e inexperta. No le pregunté, pero no me hubiera hecho falta. Me contemplaba con esa mirada compasiva, esa que dice “te queda mucho por aprender.”

Es evidente. Y tenía razón. Claro que aprendería, claro que me quedaban miles y miles de palos por darme en la vida –y peores que el que me acababa de dar, de eso estoy segura-. Por eso no añadí nada. 

Pero de una cosa sí estaba segura, y hubiera sido irrebatible en el supuesto de que lo hubiera dicho en voz alta, que a punto estuve.

Puede que no fuera tan malo lo que a mí me ocurría, o eso creía él. Pero me hubiera apostado lo que fuera, a que él todavía recordaba la primera vez que le rompieron el corazón.

No hay comentarios:

Publicar un comentario