Despertó, estirándose perezosamente. Se sentía ligeramente mal, le dolía todo el cuerpo, como si un ente maligno le hubiera convertido durante la noche en un ovillo de lana y ahora estuviese completamente enredado.
Se acercó al espejo, para poder observarse y quizá intentar arreglarse un poco, pero se dio cuenta de que este ya no estaba. Esa fue suficiente señal para darse cuenta de que había despertado en uno de esos días. Realmente, luego era imposible distinguir si había sido real o tan sólo un sueño, o recordar con detalle lo ocurrido, pero, cuando era un día así, no le quedaba más remedio que obligar a sus piernas a avanzar por el mundo, a vestirse con agallas, y a esperar,espectante, las nuevas de la jornada.
Hoy su identidad se había difuminado completamente. No era Miguel de Cervantes Saavedra. Era el ilustre hidalgo don Miguel de Quijote Saavedra.
Sobre la silla se hallaban sus vestiduras, junto a su lanza y su casco. Se vistió cuidadosamente, mirando de reojo su escritorio, sobre el que descansaban unas cuartillas adornadas con unos versos bucólicos que había escrito días antes,
La puerta estaba cerrada, pero nadie sabía qué le aguardaba detrás. Bien podía aparecer en el pasillo de su humilde morada, que en alguna posada, que en la cárcel, o en mitad de algún campo de Castilla donde unos molinos gigantescos le esperaban para batirse en duelo con él...
No quiso pensarlo más, así que cogió su lanza y abandonó el dormitorio. Su mujer se hallaba en la escalera (don Miguel suspiró, aliviado), como pudo suponer al llegarle su dulce voz en forma de una melodía que despertaría la envidia del ruiseñor más bello. Esta le oyó cerrar la puerta y se dirigió a él:
-¡Amado! Tienes visita, te aguarda en el comedor.
Temor e intriga abrazaron las entrañas del hidalgo-escritor. ¿Qué hora era? Por la luz que se colaba por los ventanales supuso que era temprano. ¿Quién había ido a visitarlo a su casa tan de mañana?
Curioso, se dirigió a la sala. Pasó al lado de su esposa, esperando que ella hiciese algún comentario sobre su indumentaria, pero no fue así. Se limitó a mirarle como si llevase toda su vida contemplando a su marido vestido de caballero andante, con lanza y todo.
Aunque, más bien, no parecía mirarlo a él, sino a través de él.
En la mesa del comedor encontró, dando buena cuenta de un plato de gachas de harina, al escudero Sancho Panza. Parpadeó un par de veces hasta darse cuenta de que lo que veía era real, que sus ojos no le estaban engañando.
¡Era justo como se lo imaginaba, justo como lo había descrito en su obra!
Sancho acabó de comer y eructó, justo antes de reparar en su señor, que lo contemplaba perplejo.
-¡Señor! ¡Mil perdones y buenos días! Tuve que venir tan temprano, que no me dio tiempo ni siquiera a desayunar, y la buena de su mujer me ha ofrecido este plato de gachas que me han sabido a gloria. ¿Quiere usted comer algo antes de que le exponga el motivo de una visita tan temprana?.-preguntó, mientras se limpiaba la comisura de los labios con la manga de su humilde y raída camisa.
Don Miguel de Quijote, que desde que despertó no había notado sensación de hambre alguna, negó con la cabeza, y tomó asiento en un taburete que había a la vera de Sancho. -Adelante, por favor. Cuéntame. ¿Qué ha ocurrido?-preguntó, intrigado. -Verá...señor. No van a gustarle las noticias, ni que le cuente todo de forma tan repentina. Le juro por Dios que, en cuanto me he enterado, he venido galopando a lomos de mi fiel mula a informarle. Resulta que su fama, según me ha llegado, se ha extendido tanto que ha llegado a conocerle un caballero (desconozco su nombre) a quien sus obras han ofendido tanto, que le ha retado a usted a un duelo.-dijo, con el semblante ensombrecido.
El corazón de don Miguel se encogió unos instantes. Él no sabía nada de duelos. Don Quijote quizá sí (al menos, algo más), pero él no. Además, ¿a quién podía haber ofendido tanto como para haberle desafiado de esa forma?
Puesto que no le quedaba otra opción que aceptar lo que sucediera ese día, hizo de tripas corazón y le respondió al escudero:
-Si eso es lo que desea, eso es lo que se hará. ¿Dónde se hará el combate, y a qué hora?.-dijo, enderezándose en el asiento, como un gallo envalentonado.-En la plaza del pueblo a las cinco de la tarde, señor. Todo el pueblo está avisado ya, por lo que todo el mundo se encontrará allí. Tenemos tiempo de pasear un poco e ir a almorzar a la fonda.-respondió Sancho, satisfecho.
La mujer de don Miguel, que sabe Dios cómo se había enterado de la noticia, apareció de repente:
-¡Yo os acompañaré! ¡Le machacarás, querido!
Con sus palabras dejaba claro que nadie conseguiría hacerla cambiar de idea, así que se pusieron sus capas y los tres salieron por la puerta.
Las calles estaban vacías, a excepción de un perro que caminaba errante, buscando una sombra en la que tumbarse, y el pregonero del pueblo, que comunicaba a viva voz, ayudándose de una campana, las últimas reformas que había llevado a cabo el rey Felipe II.
A don Miguel le inquietaba ese vacío que llenaba la calle. ¿Estaría todo el mundo ya en la plaza esperando el duelo, o es que en ese mundo en que había aparecido no existían más personas que aquellas a las que ya conocía?
Sumido en estas cavilaciones caminaba junto a sus acompañantes camino de los establos, que se encontraban cercanos a un prado, a visitar a su caballo Rocinante y a prepararlo para esa tarde.
Rocinante se encontraba en perfecto estado. Peinaron, entre los tres, sus crines, dieron brillo a su pelaje, y le cambiaron las herraduras por unas nuevas, menester que quedó relegado a Sancho Panza, pues un escritor y su esposa poco sabían de cambiarle las herraduras a los caballos.
Cuando hubieron acabado de arreglarlo, surtieron al animal de todo tipo de alimentos agradables a un paladar equino: manzanas, zanahorias, hierba, semillas....
Habían trabajado con tesón y los tres estaban cansados y hambrientos, por lo que, tras dejar al corcel en su establo, se encaminaron hacia la posada.
Estaba cerrando Sancho la puerta del establo, cuando, en el prado colindante, oyó don Miguel una risa clara y fresca como la primavera, y no pudo evitar dirigir la mirada hacia el lugar de donde provenía.
Rodeada de mariposas que bailoteaban a su vera, una niña pequeña y bonita reía y deslumbraba, eclipsando así al mismo Sol. Don Miguel ya la conocía, aunque no de esta forma su nombre. De hecho, aun sin conocerla, le había escrito un poema, una poesía que esa niña inocente que correteaba por la hierba nunca llegaría a conocer. Era la gitanilla. Su gitanilla.
Sancho y su esposa acudieron en su encuentro, sacándole así de su ensimismamiento. Se le colgó su mujer del brazo (don Miguel la sintió fría, como una estatua), y juntos llegaron a la posada. Estaba a rebosar de gente (una vez más, el hidalgo-escritor suspiró de alivio), como era normal a esa hora del día, pero encontraron una mesa vacía al fondo del establecimiento y se sentaron.
La mesera les tomó nota. Pidieron vino y varios platos de carne estofada con pan y queso (para algo estaban en La Mancha) y mientras esperaban, se enfrascaron en una conversación sobre la última obra del escritor. Este, sin embargo, no les estaba escuchando, puesto que toda su atención estaba concentrada en una hermosa mujer que se sentaba en la barra.
Al contrario de lo que pueda parecer, don Miguel no la observaba porque fuera agradable a la vista (bueno, no sólo por eso). Había algo más.
La mujer de la barra no era otra que Dulcinea del Toboso. ¡No podía ser! ¿O quizá sí? Tantas cosas surrealistas estaban sucediendo en el transcurso del día, que a esas alturas don Miguel estaba dispuesto a creer cualquier cosa, por extraña que pudiera parecer.
Pero ahí estaba, Alta, rubia, delicada, y terriblemente bonita, tan bonita y de apariencia tan efímera, que de pronto don Miguel sintió miedo de dejar de contemplarla, por si, al volverse para mirarla una vez más, acaso ella se hubiese esfumado.
Nada más aterrizar la comida en su mesa, sintió el hidalgo-escritor un deseo imperioso de acercarse a ella, más fuerte que el delicioso olor que desprendía la carne y los reproches de sus acompañantes al levantarse tan de repente.
Casi al trote, don Miguel se aproximó a la barra, pero no consiguió más que ver cumplido su temor, pues, cuando llegó, ella no había dejado más que su pefume.
Decepcionado, regresó a la mesa, y aunque no tenía hambre, se obligó a comer, pues no quería batirse en duelo con el estómago vacío. Al terminar, salieron de la fonda, y don Miguel no se sorprendió (pocas cosas podrían sorprenderle ya) al ver a Rocinante aguardándoles pacientemente en la puerta, preparado y engalanado con mantas y unas bridas y estribos dorados. Don Miguel se montó en su caballo y su esposa subió con él, y al paso, acompañados de Sancho Panza, se dirigieron a la plaza del pueblo.
Fueron acogidos con una fuerte ovación por parte de la multitud. El recinto se encontraba abarrotado, parecía acoger a los habitantes del pueblo y todos los pueblos cercanos.
De repente, todo el temor que don Miguel había sentido se evaporó, y, armándose de valentía, besó a su esposa, abrazó a su escudero, y se encaminó al misterioso caballero enemigo, que le aguardaba en el centro de la plaza.-¡DON MIGUEL DE QUIJOTE SAAVEDRA!.-exclamó una voz grave que se escurría a través de los orificios del yelmo.-¡Yo le reto a un duelo de vida o muerte! ¡Sólo uno de los dos podrá triunfar y lograr la fama y el reconocimiento eternos,sólo uno podrá escribir la Historia y ser eterno! La única condición, es que los dos combatiremos con estas lanzas que tengo aquí.-y le mostró a don Quijote dos lanzas iguales, plateadas y brillantes. La única anomalía de estas lanzas era la punta, a la que se había dado forma de pluma de escribir.-Acepto tu desafío.-dijo don Quijote, sereno.-Que gane el mejor.-murmuró, tomando una de las lanzas.
Los dos caballeros montaron en sus caballos y se prepararon para el ataque. Para intimidar a don Miguel, el caballero desconocido hizo que su corcel se alzase sobre dos patas, dándose así un aspecto más fiero, momento en que se le levantó ligeramente la visera del yelmo y don Miguel pudo conocer al fin la identidad de su enemigo.
¡Se trataba de Avellaneda!
Aprovechando el instante de confusión, Avellaneda arremetió, al galope, contra don Miguel, clavándole en el costado derecho la lanza estilográfica.
Lo último que vio don Miguel de Quijote Saavedra antes de perder el conocimiento, fue la herida de su costado, de la que manaba abundante sangre roja, roja escarlata, roja fuego...
Despertó, pero esta vez no se estiró. Miró alrededor con cautela, desconfiando de lo que se hallaba en la habitación.
Una vez seguro, se levantó de la cama y se dirigió al espejo, que esta vez sí se encontraba colgado en su lugar.
Se contempló. Tenía un aspecto muy cansado, como si acabase de volver de la guerra o de un largo viaje. Pero volvía a ser él. Miguel de Cervantes Saavedra.
Comenzó a quitarse la camisa con la que dormía, cuando percibió un dolor agudo. Se la quitó, completamente, y advirtió una cicatriz en el costado derecho.
Debería haberse asustado, o al menos, sorprendido.
Pero no lo hizo.
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