Tenía que salir a la calle. No porque quisiera (en ese
momento, nada deseaba más que permanecer al resguardo del calor del hogar,
escondida bajo un par de mantas), sino porque era lo que tocaba. Debía hacerlo.
Respiré profundamente, saboreando mis últimos segundos de
temperatura agradable, abrí la puerta y me zambullí en aquella tempestad que
iba a ser el nuevo día. Al instante en que dejé atrás mi casa, noté el doloroso
mordisco del frío en mis mejillas, una dentellada seca y helada.
Alcé la mirada, para intentar adivinar el estado anímico en
que se encontraba el cielo en aquella jornada que acaba de comenzar. El día
había amanecido gris y encapotado de nubes, parecía que estaba a punto de
echarse a llorar. Me preguntaba qué le había ocurrido al cielo para estar así
de triste. El firmamento no estaba tímido, con sus nubes tenues tapando a
medias una bóveda pintada en delicados tonos pastel, ni estaba furioso ni
descargaba su ira sobre nosotros, con esos truenos que querían gritar y esos
relámpagos resplandecientes de rabia. Tampoco estaba feliz y alegre, cuando se
vestía de azul celeste y nos alumbraba a todos con su sonrisa (una sonrisa tan
deslumbrante, ¡que ni podías mirarla directamente!) invitando a la vida y a
sonreír, devolviendo la sonrisa a aquella que nos miraba desde arriba.
A veces, el cielo se mostraba receptivo y te dejaba hablar
con él. Si había alguna nubecilla ocultando la gran estrella, hacía soplar un
viento fuerte y te permitía ser acariciado por las cálidas manos del Sol, por
ejemplo.
Pero aquella mañana no. El firmamento no estaba receptivo,
sino apático y apagado.
Le pedí una respuesta, y al final, la obtuve.
Empezó a llover. Primero lentamente, con pequeñas gotas que
parecían tener miedo a estrellarse contra el suelo, y luego comenzó a caer un
violento aguacero. El cielo estaba llorando, no sé el motivo, pero no podía
cesar en su llanto. Yo sentí sobre mi rostro las frías gotas y las saladas
lágrimas, que, de una forma u otra, también intentaban tocarme, acariciarme.
A lo mejor el cielo quería que notase su dolor así, porque
no encontraba otra manera.
El chaparrón no duró mucho, pero continuó nublado el resto del
día. Era como si aquella mañana el cielo no hubiera querido despertarse, y
hubiese preferido quedarse en la cama.
Por eso me dejé hacer y me dejé llevar.
Porque lo entendía.
Gracias por describir lo que siento en palabras, gracias de verdad
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