No sabría decir por qué, pero el
insomnio y un imperioso deseo de escapar me habían llevado de madrugada a
caminar por las calles fantasmas, a pasar por delante del cementerio donde los
muertos dormían o se despertaban, a atravesar el bosque en penumbra y alcanzar
mi lugar secreto en medio de aquella frondosa inmensidad. Era una piedra enorme
y plana, en un pequeño claro, desde donde se podía ver, unos metros más abajo,
un pequeño riachuelo de aguas heladas y cristalinas.
Soplaba un viento fresco que
mecía los árboles y hacía que me estremeciera. Me tumbé con las manos en la
cabeza, a modo de almohada. La roca aún conservaba algo de calor. Era agosto y
me encontraba en un pueblo perdido en mitad de las montañas, pero algo de sol
podía llegar a cogerse.
Sólo llevaba puesto un vestido
fino de algodón, pero en realidad estaba tapada y arropada por un tupido manto
de estrellas. Si algo amaba del pueblo, era poder ver por la noche el cielo
salpicado de astros. Cuando volvía al caos y al estrés de la ciudad, los echaba
mucho de menos. Parece que las estrellas, con el ajetreo, se asustan y huyen. O
tan solo están tan asqueadas por cómo
nos encargamos de destruir lo que un día fue naturaleza y belleza, que se niegan
a dejarse ver. O puede que tan solo sea por la contaminación lumínica. Una
mezcla.
Adoraba ser testigo de tanta
belleza. Ansiaba memorizar el mapa galáctico en mi memoria, pero no era lo
mismo. Bajo aquel inmenso firmamento me sentía insignificantemente pequeña,
pero a la vez, una parte del universo. Todas aquellas estrellas habían estado
millones de años antes de mi nacimiento, y lo seguirían estando tras mi muerte.
Eran algo así como las pequeñas, brillantes y casi eternas testigos de la
Historia. ¿Cuántas desgracias habrían presenciado a través de los siglos?
¿Cuánta gente habría quedado embelesada apreciándolas y se había sentido
maravillosamente infinita, justamente como yo lo estaba haciendo? Millones.
Muchos millones.
Desde mi zona podía ver el lago,
asomándose tímidamente entre los árboles. No sabía qué hora era y realmente
poco me importaba, así que me acerqué, con pasos lentos y suaves. Al principio
pensaba que estaba sola, pero me equivocaba. El bosque a aquellas altas horas
de la noche estaba muy lleno de vida. Numerosos pares de ojillos,
pertenecientes a pequeñas aves nocturnas, me observaban fijamente desde las
ramas de los árboles. Se oía el correteo de los conejos y las liebres y el
crujir de las hojas a su paso, e incluso pude ver de lejos un zorro moviéndose
en silencio, con elegancia, entre zarzas.
Si en ese momento pudiera
haberme enamorado perdidamente del lago, lo hubiera hecho. Adoraba aquel
estanque durante el día, pero por la noche era algo parecido a un paraíso
terrenal. Parecía sacado de alguna novela de fantasía, y daba la impresión de
que, de un momento a otro, un grupo de ninfas hermosas de piel blanca y tersa y
larga cabellera rubia iban a emerger de las aguas claras y me iban a invitar a
nadar junto a ellas. Estaba tan quieto el lago, en calma, tan imperturbable,
que parecía de hielo o cristal. La luna llena se reflejaba justo en el medio;
blanca, brillante, espléndida. En la lejanía se oyeron de repente varios
aullidos de una manada de lobos que le rendían devoción y le declaraban su
amor, ellos también habían caído rendidos ante semejante belleza.
El lago era enorme, y en la otra
punta apreció un ciervo entre la maleza. Era esbelto y hermoso, con una gran
cornamenta. Se acercó a la orilla y bebió, con unos movimientos extremadamente
delicados, parecidos a los de una bailarina de ballet. Me acerqué en silencio a
donde el agua y la arenilla se fundían, pero debí de hacer demasiado ruido,
porque el ciervo me oyó y salió despavorido. Toqué el agua con la punta del
pie. No estaba demasiado fría. Metí los dos pies. Me apetecía bañarme, pero no
llevaba ropa de baño, tan solo mi vestido. Por alguna extraña razón, por simple
pudor o por la sensación de no estar sola no me apetecía quedarme en ropa
interior. ¿Qué diría mi madre si aparecía en casa de mi abuela a las tantas de
la madrugada y con el vestido empapado? Lo pensé de otra forma. Era verano.
Quería hacer locuras, cosas que se salieran de la línea, correr riesgos, sentir
la adrenalina correr por mis venas y hacer latir mi corazón con fuerza. Sin
pensármelo dos veces, trepé por una roca elevada, conté hasta tres, y me lancé
al agua.
¡Sí, sí estaba fría! Un latigazo
helado me sacudió de la cabeza a los pies y tuve que ahogar un grito. Morir de
hipotermia no entraba en mis planes, así que empecé a nadar para entrar en
calor.
Tenía tanta suerte de todo
aquello. Me sentía tan afortunada de que la madre Naturaleza me dejase formar
parte de todo aquel secreto.
Cuando hube perdido la sensación
de frío nadé hasta el centro del lago, justo donde la luna se reflejaba, e hice
el muerto boca arriba, flotando como un tronco.
Momentáneamente, todo se paró.
No existía el mundo, no existía nadie más, tan sólo éramos la luna, el lago y
yo. Conecté con la naturaleza, y me llenó de energía. Sentí una paz infinita…
que poco a poco me relajó, y mis músculos se tranquilizaron…el lago me mecía, y
mis párpados se cerraban…por mucho que lo deseara, si me quedaba acabaría
dormida….así que avancé a brazadas hacia la orilla y salí. Busqué las sandalias
que me quité al entrar, pero no estaban donde las había dejado. Sin embargo,
esto no me infundió miedo, me importó bien poco. Volvería descalza, pisando
hierba, tierra y piedras, prolongando un poco más mi contacto directo con la
natura. El vestido se me pegaba incómodamente y ya estaba muy cansada, así que
emprendí el camino de vuelta a casa, abandonando aquel paraíso secreto y a sus
moradores, mientras el ciervo, la luna y demás criaturas observaban curiosos
mis pasos.