domingo, 15 de octubre de 2017

(escrito entre campos de fresas)

Abrió la puerta a la otra dimensión con un chirrido un tanto desagradable y vaciló unos segundos antes de precipitarse en un salto abisal, zambulléndose plenamente en ese vacío sideral que olía a silencio rancio. Instantáneamente se alejó de la vida tal y como la conocía y empezó a ver los objetos y a las personas de colores que hasta la fecha le eran totalmente desconocidos. Era como mirar con los ojos al revés, o acaso no mirar, percibir los colores con el resto de sentidos. Empezó a sospechar que ese portal sobrenatural le había lanzado a la dimensión de la sinestesia. 

Deslizándose suavemente como una serpiente de cascabel envuelta en cintas de seda rosa, llegó hasta él un dulce aroma a cacao especiado que, para ser sinceros, sabía peor de lo que olía, aunque no llegó a probarlo porque tenía un color verde oruga que no le seducía demasiado.
De todas partes parecía provenir un murmullo que aumentaba y aumentaba, que se movía en crescendo, al igual que su paranoia y la sensación de que se estaba convirtiendo en un muñequito al que iban a arrojar en una caja llena de agua y cangrejos con pinzas afiladas que iban a desgarrarle las entrañas. Se encaminó con pasos firmes al fondo del autobús, donde se acurrucó y se dedicó a mirar por la ventanilla cómo llovían estrellas. Esperaba contemplar cómo llovía también algún planeta, pero eso no sucedió. Él quería ver el universo arder, ansiaba ver cómo estallaba en sus propias manos, pero en lugar de eso, no obtuvo más que una amarga sensación de desilusión quemándole la punta de la lengua. 


Se sentía como una marioneta, un personaje más de algún tipo de tragicomedia escrita por alguien desconocido y cruel que quería manejarle a su antojo. Pero él no tenía ganas de bailarle el agua a nadie, así que se bajó la cremallera que tenía cosida en su piel y se deshizo en mil fuegos artificiales, que estallaron en la noche sin estrellas, oscura como boca de lobo, desintegrándose en una eternidad y en un vacío que no existieron, existían o existirán.

domingo, 8 de octubre de 2017

Postal

En las escaleras de ese museo nos sentamos aquella vez. Parecía que estábamos escondidos, semiocultos entre las columnas blancas del gran edificio de estilo neoclásico. Habíamos pasado horas enredándonos en los pasillos del muso, perdiéndonos entre reliquias de otros tiempos mientras construíamos el nuestro propio, el aquí y ahora frágil que tomé entre mis dedos como los copos de hielo precoces de una ventisca y conservé en bolas de nieve que hoy me da miedo agitar.

En las escaleras de ese museo nos sentamos aquella vez. Habíamos planeado visitar algunas cosas más en lo que quedaba de tarde, pero decidimos -casi sin haberlo hablado, como si en ese punto fuésemos capaces de comunicarnos telepáticamente, y saber, sin pronunciar palabra, lo que pensaba o sentía el otro- darle la espalda al reloj y simplemente recrearnos, sin más. Porque era verano, estábamos en Irlanda, y necesitábamos asimilarlo, para poder disfrutar el momento en el momento y no después, a través de recuerdos.

En las escaleras de ese museo nos sentamos aquella vez. El día había sido tremendamente largo, y yo no había podido evitar cansarme. Me recosté contra tí, apoyándome en tu hombro, y tú me estrechaste entre tus brazos. Tú era de las poquísimas personas a las que en ese momento dejaba abrazarme. Cuando tú me abrazabas, yo no me sentía mal. Al contrario, me sentía flotar en medio de un mar en calma. Por aquel entonces, casi todo eran tormentas.

Tras aquel alto en el camino en las escaleras de ese museo, seguimos caminando sin rumbo por las calles de la ciudad, contemplando Dublín al mismo tiempo que Dublín nos contemplaba a nosotros. La vieja ciudad parecía nueva, inmaculada, puesta un rato antes de que llegáramos. Yo ya la había visitado algunos años antes, pero cuando regresé junto a ti parecía otra diferente. Y es que las ciudades pueden ser tantas como personas las recorran.
Irlanda a nuestros pies, esperando a ser conquistada. Y así fue, la tomamos como oasis, y durante unos días, fue nuestra. Durante unos días no existió España, no existió nadie más que tú y yo, y todo aquello hoy tan remotamente lejano.

Son heridas que no quiero abrir. Son cajones que no quiero remover. Son fantasmas que no quiero liberar, pese a que sé que son más fuertes y rápidos que yo y se acaban escurriendo por la cerradura del baúl en que me empeño en mantener cautivos. Se escapan y me visitan el día menos pensado, justo como hoy, en que llega a mí, por casualidad, una imagen de las escaleras de ese museo en que nos sentamos aquella vez.

P.D. al volver a leer estas líneas, me siento despertar de golpe de un sueño bonito, siento que me he pillado de repente los dedos con una ventana. La nostalgia pudo más que yo. Fue como llorar dos veces.