sábado, 22 de julio de 2017

Balada a destiempo

Me enamoré del chico del saxofón, ese que se ponía a tocar todos los viernes por la tarde en la esquina de la plaza, justo en la puerta del café donde solían reunirse las señoras con permanente a tomar té a sorbitos mientras se quejaban de las nuevas generaciones. Yo acostumbraba a desviar mi ruta habitual para poder verle, para oír su música, para robarle 5 minutos en forma de una mirada furtiva que desearía haber podido congelar en el tiempo.

Me enamoré de ´él sin saber nada de él. Ni siquiera su nombre. Por ello, en mi corazón y en mi diario iba adjudicándole nombres distintos dependiendo del día y de cómo me encontrase yo, de qué nombre decidiera ese día que casaba mejor con sus ojos grises e infinitos, perdidos en el tiempo; con sus manos grandes de dedos finos y con esa boca que parecía haber remendado algún sastre con prisa e hilo de plata.

A veces parecía verme camuflada entre música y ruido, pero no estoy segura de si alguna vez me miró; si, entre todo el bullicio, posó su mirada en mí. A decir verdad, no había nada que deseara tanto ni que me aterrase más. Que se diera cuenta de que iba ahí para verle. Que existía.
Como no tenía el valor suficiente para acercarme a él, le imaginaba. Y aún siendo consciente de que le estaba idealizando a niveles estratosféricos, era incapaz de no abandonarme a la fantasía. Se convirtió en mi sueño favorito, en el lugar al que siempre me apetecía regresar, sobre todo de madrugada, cuando las manecillas del reloj marcan esa hora imprecisa en que los que quedamos despiertos es porque nos sentimos solos.

Siempre tenía algo en mis manos para depositar en la boina raída que él dejaba sobre el pavimento. Nunca dinero. No es por ser tacaña, no quiero que me malinterprete nadie. Pero me hubiese sentido rara pagando por estar junto a él, sabiendo que él tocaba por eso.

Yo le llevaba flores. Siempre flores; de todo tipo, y de todas partes. A veces las cogía de los jardines públicos (perdonadme, florecillas, ¡era por una buena causa!), de los parques, o de esos arbustos rebeldes que crecen con suerte en las aceras de las calles. Cuando tenía algo de calderilla, me detenía en el kiosco de flores que había en la misma plaza del saxofonista y le pedía a la anciana señora (que llevaba toda su vida trabajando en la floristería y cuyos ojos vetustos habían visto quizá demasiadas cosas y quizá a demasiadas muchachas nerviosas como yo, con mirada impaciente y manos temblorosas) una o dos de las flores más bonitas que tuviera aquel día. Mis favoritas eran las rosas blancas.
Sé que las flores no iban a darle de comer. Pero era mi forma de expresarle mi admiración, lo mucho que alegraba mis semanas la promesa de que el viernes llegaría y él estaría en su esquina animando las calles con su saxofón.

Pero un día, dejó de aparecer por allí. No sé qué le ocurrió, tampoco había nadie a quien pudiera pedir explicaciones. Simplemente se esfumó como si nunca hubiera existido; como si en realidad todo hubiese sido producto de mi imaginación, un espectro romántico que mi cabeza  y mi corazón se hubieran compinchado en crear.

Sin embargo, no fui capaz de olvidarme de él, y sepultar al saxofonista desconocido bajo capas de polvo y otras cosas quizá más importantes. En ocasiones sigo creyendo que volverá a aparecer, el día menos pensado, en el rincón más insospechado de toda la ciudad.


Mientras tanto, voy dejando flores por las calles, en forma de rastro. Como si fuese Pulgarcita y esto fuera un cuento. Quizá lo es. El camino termina en un jardín. Mi jardín. Aquí huyo del mundanal ruido, y me refugio entre plantas y flores que parecen más propias de un cuadro de Monet que de la vida real. Y aquí le espero. Por si piensa regresar.

lunes, 10 de julio de 2017

Jaula

Yo tengo una jaula. De hecho, no sólo poseo una, sino varias. Y están una dentro de otra, como si fuera una muñeca Matrioshka compuesta de figuras dispares entre sí.

Pero no es el caso. Y no sé hablar ruso.

Os contaré sobre una en concreto. De hecho, ahora mismo la estoy tocando.

Es de noche, el reloj marca una de esas horas avanzadas en que las cosas parecen dejar de tener sentido y el tiempo, de importancia. La ventana abierta de par en par me regala rumores de grillos y aroma a tierra mojada. No sé qué hago despierta, pero tampoco tengo motivos para irme a dormir.
Estoy hecha un ovillo en la cama. Y comienzo  a acariciar los barrotes de mi jaula con aire distraído y un deje de abandono.

Esta jaula suele contener toda clase de criaturas. A veces son mariposas, de colores vivos y brillantes. Otras veces son pájaros, que chocan una y otra vez, con sus aleteos torpes ya a la desesperada, contra los barrotes. Pero también ha contenido leones, tiburones, rinocerontes, y seres más “peculiares”, como arañas (patilargas y paticortas, tarántulas, viudas negras en alguna ocasión), escorpiones, escarabajos y serpientes, muchas serpientes, que se enroscaban tanto y tan fuerte en los barrotes, que acababan enredándose entre sí.

Aunque hay en especial una criatura que destaca entre las demás por el número de veces que le toca enclaustrarse en esta pequeña prisión. No siempre está, hay temporadas en que parece esfumarse, o huir bien lejos.

Pero siempre vuelve. Por muy rápido que corra, este es un lugar al que siempre acabará regresando.
No sé cómo es en realidad, ni qué forma tiene, pues la cambia constantemente y nunca es igual. A veces tiene pinchos como un erizo, o una coraza de hierro que se oxida y se le acaba desprendiendo como si fueran escamas. Puede ser tan duro como la piedra, pero también suave y tan blando que estoy segura de que se desharía entre mis dedos, si lo consiguiera tomar entre mis manos. Lo sé, porque lo siento.

Tiene muchos nombres. Aunque nunca nadie lo ha visto, y todo el mundo haya podido sentirlo, todavía hay quien no cree en él. A mí personalmente, esos me dan pena. Porque me pueden decir misa, pero no creo que sea posible vivir sin corazón. A pesar de que muchos lo intenten.

No puedo darle alas, por mucho que quiera. No puedo ponerlo en un barquito de papel, y echarlo a navegar. Tan sólo puedo abrirle la puerta de mi jaula, de una de mis muchas jaulas, para que sea libre. Porque los corazones son criaturas salvajes que se enmohecen, se marchitan, se mueren, si pasan mucho tiempo en cautividad.

Pero volverá. Siempre lo hace