Me enamoré del chico del saxofón, ese que se ponía a tocar
todos los viernes por la tarde en la esquina de la plaza, justo en la puerta
del café donde solían reunirse las señoras con permanente a tomar té a sorbitos
mientras se quejaban de las nuevas generaciones. Yo acostumbraba a desviar mi
ruta habitual para poder verle, para oír su música, para robarle 5 minutos en
forma de una mirada furtiva que desearía haber podido congelar en el tiempo.
Me enamoré de ´él sin saber nada de él. Ni siquiera su
nombre. Por ello, en mi corazón y en mi diario iba adjudicándole nombres
distintos dependiendo del día y de cómo me encontrase yo, de qué nombre
decidiera ese día que casaba mejor con sus ojos grises e infinitos, perdidos en
el tiempo; con sus manos grandes de dedos finos y con esa boca que parecía
haber remendado algún sastre con prisa e hilo de plata.
A veces parecía verme camuflada entre música y ruido, pero
no estoy segura de si alguna vez me miró; si, entre todo el bullicio, posó su
mirada en mí. A decir verdad, no había nada que deseara tanto ni que me
aterrase más. Que se diera cuenta de que iba ahí para verle. Que existía.
Como no tenía el valor suficiente para acercarme a él, le
imaginaba. Y aún siendo consciente de que le estaba idealizando a niveles
estratosféricos, era incapaz de no abandonarme a la fantasía. Se convirtió en
mi sueño favorito, en el lugar al que siempre me apetecía regresar, sobre todo
de madrugada, cuando las manecillas del reloj marcan esa hora imprecisa en que
los que quedamos despiertos es porque nos sentimos solos.
Siempre tenía algo en mis manos para depositar en la boina
raída que él dejaba sobre el pavimento. Nunca dinero. No es por ser tacaña, no
quiero que me malinterprete nadie. Pero me hubiese sentido rara pagando por
estar junto a él, sabiendo que él tocaba por eso.
Yo le llevaba flores. Siempre flores; de todo tipo, y de todas
partes. A veces las cogía de los jardines públicos (perdonadme, florecillas,
¡era por una buena causa!), de los parques, o de esos arbustos rebeldes que
crecen con suerte en las aceras de las calles. Cuando tenía algo de calderilla,
me detenía en el kiosco de flores que había en la misma plaza del saxofonista y
le pedía a la anciana señora (que llevaba toda su vida trabajando en la
floristería y cuyos ojos vetustos habían visto quizá demasiadas cosas y quizá a
demasiadas muchachas nerviosas como yo, con mirada impaciente y manos
temblorosas) una o dos de las flores más bonitas que tuviera aquel día. Mis
favoritas eran las rosas blancas.
Sé que las flores no iban a darle de comer. Pero era mi
forma de expresarle mi admiración, lo mucho que alegraba mis semanas la promesa
de que el viernes llegaría y él estaría en su esquina animando las calles con
su saxofón.
Pero un día, dejó de aparecer por allí. No sé qué le
ocurrió, tampoco había nadie a quien pudiera pedir explicaciones. Simplemente
se esfumó como si nunca hubiera existido; como si en realidad todo hubiese sido
producto de mi imaginación, un espectro romántico que mi cabeza y mi corazón se hubieran compinchado en crear.
Sin embargo, no fui capaz de olvidarme de él, y sepultar al
saxofonista desconocido bajo capas de polvo y otras cosas quizá más
importantes. En ocasiones sigo creyendo que volverá a aparecer, el día menos
pensado, en el rincón más insospechado de toda la ciudad.
Mientras tanto, voy dejando flores por las calles, en forma
de rastro. Como si fuese Pulgarcita y esto fuera un cuento. Quizá lo es. El
camino termina en un jardín. Mi jardín. Aquí huyo del mundanal ruido, y me
refugio entre plantas y flores que parecen más propias de un cuadro de Monet
que de la vida real. Y aquí le espero. Por si piensa regresar.