Lo sé, lo entiendo. Esa es la reacción habitual. No te
preocupes.
Sé todo lo que me vas a intentar decir. No hace falta que lo
digas. De verdad.
Lo sé. Lo sé todo.
Sé que huelo a cosas que asustan, a criaturas desconocidas y
al aroma de una noche de verano; sé que huelo a muerte y eso espanta, pero
también sé que huelo a azúcar y a chocolate y a fruta fresca y a ilusiones y a
magia y por ese motivo no puedes evitar estar aquí ahora mismo.
Conozco esa forma de mirar. De vez en cuando me vuelvo a
tropezar con ella como con una vieja conocida. Te intrigo. Te parezco un enigma
de ojos verdes y maneras raras, demasiado enrevesado como para ser resuelto
jamás. Sabes que nunca me vas a conseguir comprender. Pero también sabes que
tampoco quieres intentarlo.
No soy tu prototipo. Ni siquiera sabes qué es lo que tengo,
qué es eso que hay en mí, escondido entre maleza y sombras, cuál es el
combustible que prende mi fuego y a veces me hace arder, a mí, y a esa llama
mía que nunca se apaga.
Aunque pudieras, no me cogerías la mano. Ni siquiera te
atreverías a tocarme. Y no lo harías, por miedo a romperme. Si fueras capaz, me
colocarías en una vitrina de cristal, donde nunca pudiera ocurrirme nada. Me
convertirías en una muñeca, pues me crees de porcelana, frágil y delicada,
capaz de quebrarse en cualquier momento. Día y noche te harías mi guardián y
centinela, y te asegurarías de que no volviera a sufrir ningún daño.
Así que prefiero que no digas nada. Porque conozco a las
personas como tú; a tus miradas de soslayo y a esos toquecitos suaves y sutiles
en las puertas de mi jardín. A esa forma de intentar cazar las estrellas que se
me caen de los ojos y me cuelgan de las ojeras. A ese silencio asustado y
recargado.
Y por eso me voy. Porque soy de alas inquietas. Y por eso te
irás. Porque, en el fondo, sabes de sobra que estoy hecha de humo.