martes, 25 de abril de 2017

Palacio de hielo

Patinar es la tregua que nos damos mi cuerpo y yo, esa pausa en que materia y alma dejan de odiarse, de pelearse y hacerse reproches. Es el momento en que esa guerra de desgaste que llevo tanto librando se desvanece, como si no existiera y nunca hubiera existido. Las trincheras se desdibujan, las armas se evaporan, las heridas cicatrizan, y ni el ayer ni el mañana pesan.

Tan sólo ese instante. Tan frágil y efímero como el roce del acero de las cuchillas al deslizarse.

Cuando estoy en el hielo, deja de haber ruido. Tampoco gritos, aullidos o alaridos, ni impactos de bomba o metralla, ni susurros afilados que rasgan la piel y se cuelan por los recovecos del alma.

Tan sólo silencio. Silencio y paz. Como si sólo nos hallásemos el hielo y yo, fuera del mundo, muy lejos, quizá en una galaxia, o, quién sabe, un universo aparte, donde nada puede alcanzarnos.

Cuando patino, me desnudo. Me sacudo el odio y el miedo, no dejo que se vengan conmigo. También me quito máscaras y disfraces, porque el rink es el lugar donde no los necesito. En el rink, soy Helena. Tan sólo Helena. Helena a niveles tan desmesurados, que a veces me sorprendo al no reconocerme.

Cuando patino, es como si tuviera alas, y me he dado cuenta de que se pueden quedar el cielo con todas sus estrellas; no las necesito para volar, y tampoco las necesitaré, mientras tenga hielo que surcar como un cometa.

O una estrella fugaz.

Porque, cuando patino, soy una estrella. Mi propia estrella, porque no le debo nada a nadie. No tengo que demostrar nada. Aparco inseguridades, me deslizo entre exigencias y perfeccionismos, y me dejo llevar en la armonía, lejos, muy,muy lejos, del lastre y el peso muerto. Porque, por último, patinar me hace vivir.

El patinaje hace que me sienta viva a niveles que, en casi 19 años de vida, estoy segura de no haber conseguido con ninguna otra cosa. Me insufla vida y adrenalina, cuando corro tan veloz que siento que me falta el aire, y mis pulmones protestan, al mismo tiempo que resoplan, satisfechos. Siento la sangre galopar por mis venas, y a mi corazón descongelarse (qué ironía) para volver a latir de nuevo.
Y puedo decir, que eso es vida.

(Tras un tiempo, estaba segura de haber olvidado en qué consistía.)

Siento la pista como mi segunda casa; un refugio al que huir y resguardarse de las tormentas, un oasis donde nada  es real, y no hay nada por lo que preocuparse.
No estoy obsesionada con esto. Es, simple y llanamente, que no puedo dejar de lado algo que me ha cambiado la vida de forma tan exagerada, no puedo pasar un día sin pensar en ello; no soy capaz de reprimir las ganas de volver a ir y patinar de nuevo.

No puedo parar.

No voy a parar.