Me gustan las cosas de verdad; qué le voy a hacer.
Me gusta el café de verdad, bien cargado y negro como el
carbón, que puede llegar a saberte amargo si te quedas en su sabor. Ese café
que podría resucitar a un muerto y mantenerte en pie toda la noche. Ese café al
que te aferras un día frío mientras contemplas las nubes a través de los
cristales.
Me gustan los besos de verdad, esos en que notas que el alma
se te desborda y se te desdibuja, y te acaban mareando, pero mareando de
felicidad; no esos besos de aire que no saben a nada, que son mecánicos y se
mueven por inercia.
Me gusta llorar de verdad y sentir cómo lluevo por dentro y
por fuera, cómo desahogo así los nudos que me comprimen el corazón, cómo hago
real mi tristeza o mi dolor en forma de lágrimas que me manchan la cara.
Me gustan los amigos de verdad, que continúan a tu lado al
pie del cañón y contra viento y marea, sin importar que tu pronóstico del
tiempo indique tormenta, nieve, viento o sol. Esas amistades que no tienen en
cuenta la distancia, pues, cuando vuelven a unirse, nada ha cambiado.
Me gusta reír de verdad, hasta quedarme sin aire y notar
cómo mis pulmones protestan; hasta que me duelan las costillas, hasta que mi
risa aguda y estrepitosa sobresalte a todos y me escudriñen con su mirada al no
entender qué ocurre.
Me gustan los abrazos de verdad, esos que son más que simple
contacto físico y transmiten lo que las palabras no llegan a alcanzar. Esos
abrazos tras una ausencia prolongada, o de reconciliación (que son la paz tras
acabar la guerra), o que simplemente dicen “te quiero.”
Me gustan las conversaciones de verdad, en las que también
cabe el silencio, y aprendes sobre el interlocutor: la historia detrás de su
canción favorita, por qué le brillan los ojos al hablar sobre esa persona,
anécdotas de sus años en el instituto, el motivo de que se lleve así con su
hermano, cuáles son los sueños que desea dedicarse a perseguir. Pero lo mejor
de este tipo de conversaciones no es lo que se dice, sino precisamente lo que
no, y esa persona te cuenta a través de sus gestos, de su mirada, de las
palabras que se guarda sin saber muy bien por qué.
Me gustan los sentimientos de verdad; cuando no se reprimen
y fluyen como un torrente que lo arrasa todo a su paso, porque de nada sirve
reprimirlos ni convertir en un estigma algo tan natural como el sentir.
Me gusta dar de verdad, dar, aunque eso signifique la
posibilidad de quedarme con las manos vacías. Apuesto todo a una carta, y pongo
el corazón en su totalidad en lo que hago. Puede sonar arriesgado, y quizá,
hasta temerario, pero así consigo sentirme bien, bien viva.
Me gusta la verdad;
aunque sea cruda, aunque duela tanto que consiga romperme el alma en mil
pedazos. Nunca dolerá menos que una mentira.
Quizá digo todo esto, porque estoy cansada. Estoy cansada y
aburrida de cuentos, de lo que aparenta ser y no es; de máscaras de cartón-piedra
que se resquebrajan con tocarlas, de muros que no aguantan, de corazones que
tienen miedo a romperse.
Los fantasmas ya no me asustan ni me fascinan. Ahora quiero
cazarlos. Quiero atrapar las estrellas y subirme en la Luna para tirarme de
cabeza. Quiero volar con unas alas tan grandes que me sirvan de abrigo y
coraza. Por eso no necesito nada que me las pueda cortar.
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