Si me dejas darte un consejo, yo te recomiendo que bailes.
Sí, que bailes. Y no me vale la excusa de que no sabes
bailar. Tampoco hace falta saber de qué va la vida para poder vivir.
Baila en cualquier sitio. A resguardo en tu habitación, con
público o sin él, iluminado/a por el sol, o con la luna como testigo.
Baila como si no hubiera nadie delante, como si estuvieras a
solas en medio de un escenario gigantesco, en un auditorio oscuro que tú
tuvieras la obligación de encender con tu luz.
Muévete como si fueras una llama que necesitara crecer hasta
convertirse en una hoguera. Fúndete al compás de la música. Como si no hubiese
más momento ni más lugar que ese instante. Como si el mundo se acabara al final
de la canción.
Baila descalzo/a, palpando el suelo, tocándolo con la punta
de los dedos: el mármol frío, la madera suave, la arena, la hierba. Quítate los
zapatos y siéntete volar, nota cómo te
elevas y te vas de este mundo por unos segundos.
No necesitas música para la danza. Deja que te mueva el
dolor, el sentimiento, deja salir lo que te consume por dentro, conviértete en
una jaula y deja libres a todos los pajarillos que mantenías cautivos.
No bailes para los demás. No bailes para nadie.
Baila para ti, única y solamente. Para impresionarte a ti,
hazlo hasta llegar a un punto en que te maravilles, te superes, un punto que
nunca imaginaste que podrías llegar.
Baila hasta quemarte, hasta consumirte, hasta agotar tus fuerzas,
hasta quedarte sin aire; déjalo por el camino, en tus movimientos, en la fuerza
dibujada en cada paso que has dado.
Baila y siéntete libre, porque quizá nunca llegues a serlo tanto
como lo eres cuando bailas.
Ojalá, y sólo ojalá, que el fin del mundo nos pille
bailando.