jueves, 18 de febrero de 2016

Ojalá que el fin del mundo nos pille bailando.

Si me dejas darte un consejo, yo te recomiendo que bailes.

Sí, que bailes. Y no me vale la excusa de que no sabes bailar. Tampoco hace falta saber de qué va la vida para poder vivir.

Baila en cualquier sitio. A resguardo en tu habitación, con público o sin él, iluminado/a por el sol, o con la luna como testigo.

Baila como si no hubiera nadie delante, como si estuvieras a solas en medio de un escenario gigantesco, en un auditorio oscuro que tú tuvieras la obligación de encender con tu luz.

Muévete como si fueras una llama que necesitara crecer hasta convertirse en una hoguera. Fúndete al compás de la música. Como si no hubiese más momento ni más lugar que ese instante. Como si el mundo se acabara al final de la canción.

Baila descalzo/a, palpando el suelo, tocándolo con la punta de los dedos: el mármol frío, la madera suave, la arena, la hierba. Quítate los zapatos y siéntete volar,  nota cómo te elevas y te vas de este mundo por unos segundos.

No necesitas música para la danza. Deja que te mueva el dolor, el sentimiento, deja salir lo que te consume por dentro, conviértete en una jaula y deja libres a todos los pajarillos que mantenías cautivos.

No bailes para los demás. No bailes para nadie.

Baila para ti, única y solamente. Para impresionarte a ti, hazlo hasta llegar a un punto en que te maravilles, te superes, un punto que nunca imaginaste que podrías llegar.

Baila hasta quemarte, hasta consumirte, hasta agotar tus fuerzas, hasta quedarte sin aire; déjalo por el camino, en tus movimientos, en la fuerza dibujada en cada paso que has dado.

Baila y siéntete libre, porque quizá nunca llegues a serlo tanto como lo eres cuando bailas.


Ojalá, y sólo ojalá, que el fin del mundo nos pille bailando.

sábado, 6 de febrero de 2016

No cuentos, tampoco juegos.

Me gustan las cosas de verdad; qué le voy a hacer.

Me gusta el café de verdad, bien cargado y negro como el carbón, que puede llegar a saberte amargo si te quedas en su sabor. Ese café que podría resucitar a un muerto y mantenerte en pie toda la noche. Ese café al que te aferras un día frío mientras contemplas las nubes a través de los cristales.

Me gustan los besos de verdad, esos en que notas que el alma se te desborda y se te desdibuja, y te acaban mareando, pero mareando de felicidad; no esos besos de aire que no saben a nada, que son mecánicos y se mueven por inercia.

Me gusta llorar de verdad y sentir cómo lluevo por dentro y por fuera, cómo desahogo así los nudos que me comprimen el corazón, cómo hago real mi tristeza o mi dolor en forma de lágrimas que me manchan la cara.

Me gustan los amigos de verdad, que continúan a tu lado al pie del cañón y contra viento y marea, sin importar que tu pronóstico del tiempo indique tormenta, nieve, viento o sol. Esas amistades que no tienen en cuenta la distancia, pues, cuando vuelven a unirse, nada ha cambiado.

Me gusta reír de verdad, hasta quedarme sin aire y notar cómo mis pulmones protestan; hasta que me duelan las costillas, hasta que mi risa aguda y estrepitosa sobresalte a todos y me escudriñen con su mirada al no entender qué ocurre.

Me gustan los abrazos de verdad, esos que son más que simple contacto físico y transmiten lo que las palabras no llegan a alcanzar. Esos abrazos tras una ausencia prolongada, o de reconciliación (que son la paz tras acabar la guerra), o que simplemente dicen “te quiero.”

Me gustan las conversaciones de verdad, en las que también cabe el silencio, y aprendes sobre el interlocutor: la historia detrás de su canción favorita, por qué le brillan los ojos al hablar sobre esa persona, anécdotas de sus años en el instituto, el motivo de que se lleve así con su hermano, cuáles son los sueños que desea dedicarse a perseguir. Pero lo mejor de este tipo de conversaciones no es lo que se dice, sino precisamente lo que no, y esa persona te cuenta a través de sus gestos, de su mirada, de las palabras que se guarda sin saber muy bien por qué.

Me gustan los sentimientos de verdad; cuando no se reprimen y fluyen como un torrente que lo arrasa todo a su paso, porque de nada sirve reprimirlos ni convertir en un estigma algo tan natural como el sentir.

Me gusta dar de verdad, dar, aunque eso signifique la posibilidad de quedarme con las manos vacías. Apuesto todo a una carta, y pongo el corazón en su totalidad en lo que hago. Puede sonar arriesgado, y quizá, hasta temerario, pero así consigo sentirme bien, bien viva.

Me gusta la verdad;  aunque sea cruda, aunque duela tanto que consiga romperme el alma en mil pedazos. Nunca dolerá menos que una mentira.

Quizá digo todo esto, porque estoy cansada. Estoy cansada y aburrida de cuentos, de lo que aparenta ser y no es; de máscaras de cartón-piedra que se resquebrajan con tocarlas, de muros que no aguantan, de corazones que tienen miedo a romperse.


Los fantasmas ya no me asustan ni me fascinan. Ahora quiero cazarlos. Quiero atrapar las estrellas y subirme en la Luna para tirarme de cabeza. Quiero volar con unas alas tan grandes que me sirvan de abrigo y coraza. Por eso no necesito nada que me las pueda cortar.