Hacía frío. Pero no demasiado. Era, un poco más, un poco
menos, el típico fresco de principios del mes de marzo, cuando ni es invierno
ya, ni la primavera ha llegado todavía.
Sin embargo, el individuo vestía una gruesa y vieja
gabardina de color pardo, estrecha de cintura y ancha de hombros, y un sombrero
de ala ancha, que ocultaba gran parte de su rostro. Realmente, el individuo ya
no contaba con un motivo concreto para taparse, pero ya llevaba tal prenda por
inercia. Supongo que el hábito hace al monje, como se suele decir.
El suelo estaba muy encharcado, pues había caído un buen
aguacero, como cuando parece que el cielo coge un berrinche y descarga toda su
tristeza en forma de gotitas violentas de agua que nos calan la ropa y a su vez
alegran los jardines. Y, aunque todo estaba empapado, el individuo había dejado
a sus pequeños salir a patinar bajo el cielo de la limpia mañana, siempre y
cuando no se alejaran demasiado de él.
Sus pequeños. Sus. Pequeños. Habían pasado ya unos cuantos
años desde que sus hijos nacieron, pero, igualmente, se le hacía raro
pronunciar aquellas dos palabras, como si pertenecieran a un idioma extranjero
y extraño que él nunca sería capaz de hablar.
La benjamina, Lilly, miraba directamente a la cámara en
aquella fotografía, con un gesto de sorpresa e ingenuidad puramente infantil.
Al contrario, ni el padre ni el hijo se dieron cuenta de esa instantánea
robada.
El sol se asomaba tímidamente a través de las nubes tenues,
y resplandecía, victorioso, después de haber ganado aquella batalla contra la
batalla. Se reflejaba en un gran charco, arrastrando consigo la tierna y viva
imagen del amor familiar.
Y aunque, tras el primer vistazo, pueda parecer una imagen bonita, de esas que vienen de
ejemplo con los marcos de fotos, no estaba más lejos de la realidad.
Todo el mundo ha tomado fotografías robadas alguna vez en su
vida. Pero este individuo…este individuo era un magnífico experto. Robaba en
potencia, y de forma silenciosa y elegante. A veces robaba fotografías, pero
otras veces, robaba cosas peores. Cosas…de más peso.
¿Tiene nombre este individuo? ¡Ya lo creo! ¡Y muchísimos,
además! Depende del entorno por donde se movía, se endosaba uno u otro. Pero el
que aparecía en su documento de identidad era Silas. En algún momento de su
agitada vida, Silas dejó de ser Silas, y se convirtió en Nueve, el número que
le asignó su organización. “¿Qué hacía allí?”, no es la pregunta correcta. La
adecuada es, “¿de qué tarea no debía ocuparse?”
Aunque sus tareas eran muy variadas, la que hacía Nueva era
primordial: secuestrar niños. De eso se encargaba la organización. Estudiaba
los perfiles de familias de todas las clases sociales, y luego, secuestraban a
los pequeños. Los mantenían retenidos el tiempo que fuera necesario para poder
cobrar un rescate, que la mayor parte de veces solía ser sustancioso, pues los
familiares se hallaban desesperados, y hubieran sido capaces de bajar al
infierno más profundo para tener de vuelta a su hijo o hija.
En Susurro, que así se hacían llamar, (era un nombre bien
cargado de ironía ácida, pues, más adecuado que Susurro, hubiera sido Grito,
Chillido o Llanto) no eran violadores, ¡ni mucho menos! Ellos eran hombres de
traje y guante blanco, y la sola idea de quedar reducidos a simples violadores
de barrio les hacía enfurecer.
¿Qué hacía Silas en un embrollo como aquel? No se unió a la
organización extorsionado, sabía perfectamente lo que iba a hacer allí. Pero
fueron tiempos duros, muy muy duros. Silas era joven, y pasó por una mala
racha. No soportaba a sus padres, ni la convivencia en el hogar, así que se fue
de casa cuando sólo contaba 18 años, y era apenas un chiquillo sin mucha idea
clara de lo que era el mundo real. Empezó a vivir con un grupo de colegas
(bueno, más que vivir, malvivían) en un piso de pocos metros cuadrados. Al poco
tiempo, el dinero empezó a escasear, pues ninguno de ellos contaba con
demasiados ingresos.
El colega más ambicioso, Jack, fue el que les relató la
propuesta una noche, mientras compartían entre 4 una lata de espaguetis, y se
arrellanaban en un sofá raído, cuyo relleno batallaba por salir al mundo
exterior. Les contó que había conocido a una gente que estaba buscando personas
para unirse a un grupo en el que deberían hacer algunos trabajos. Y añadió que
pagarían bien. Cuando dijo esto, le brillaron los ojillos.
Unos días después, todos acudieron a conocer al famoso “grupo”.
No fue una entrevista agradable. Fueron citados en una taberna de mala muerte,
de esas en las que los únicos seres vivos presentes son el camarero aburrido y
medio momificado, apoltronado en la barra y congelado en un bostezo eterno, y
un grupo de moscas revoloteando y campando a sus anchas, montándose la fiesta
padre. Una vez allí, fueron conducidos a
un sótano, en el que se encontraba el despacho del jefe de todo aquello. Al
parecer, Jack, sin el consentimiento de todos los demás, había aceptado la
petición de formar parte del grupo. Obviamente, a ninguno se le ocurrió
rechistar, pero no pudieron evitar sentirse algo forzados. Tuvieron que hacer
varios juramentos de lealtad, en los que juraron y perjuraron fidelidad en todo
momento a Susurro. Firmaron un contrato compuesto de varias cláusulas. Algunas
eran del tipo “no hacer saber a nadie ajeno sobre la existencia dela
organización”, y cosas por el estilo.
Susurro, obviamente, quería y debía pasar desapercibido,
como un susurro perdido en mitad de la oscuridad de la noche, les explicó el
capo con palabras delicadas y una voz de terciopelo. Pero, si ocurría lo
contrario, y alguno cometía una traición o se iba de la lengua, añadió con voz
gélida y mirando a cada uno a los ojos, las consecuencias iban a ser fatales.
Las primeras misiones fueron sencillas. Pequeños hurtos,
algún atraco, seguir coches… Silas se aburría. Pero pronto empezaron los
secuestros. Muchos años han pasado ya, pero Silas aún recordaba con toda
facilidad todos y cada uno de los nombres de los niños que alguna vez hizo
cautivos. La lista era larga, podía sobrepasar fácilmente los 100.
Cada secuestro era para Silas peor que el anterior. No
porque le costara, puesto que cada vez iba perfeccionando la técnica, sino
porque sentía que era una cantera en su interior, y cada secuestro, cada niño o
cada niña, cada llanto, cada grito y cada forcejeo, le arrancaban una parte de
él, y poco a poco, iba quedándose vacío.
Hasta el resto de sus días seguramente seguirá recordando
todo aquello, marcándole de por vida en forma de secuelas perpetuas, las mismas
que él mismo provocó en los niños cuya libertad sesgó.
Un día, se hallaba solo, en una de las casas en mitad del
campo que Susurro utilizaba como jaulas infantiles. Estaba de guardia, pues era
su tarea custodiar a una niña pequeña que había secuestrado unos días antes,
Kimberly Stocker, de 7 años de edad. Kimberly pertenecía a una de las familias
más adineradas de la ciudad, y pretendían pedir por ella un suculento rescate,
desplumando a su familia como un pollo listo para echar a la cazuela.
En ese momento, Silas había encendido el televisor, porque
las guardias solían ser aburridas y necesitaba matar el tiempo de alguna forma.
Estaba viendo el informativo, que comunicaba en ese momento la noticia de la
intensificación de la búsqueda de Kimberly. Al lado del presentador, se veía a
la madre de Kimberly, una mujer rubia de mirada profunda, aunque surcada por el
llanto. Cuando llegó el momento en que debía hablar, permaneció varios segundos
en silencio, mirando fijamente a la cámara. Silas sintió que lo miraba
directamente a él. Inmediatamente apagó la televisión, y, como hecho a posta,
Kimberly, desde el sótano, empezó a gritar y berrear. Silas, nervioso, bajó al
sótano y la amordazó. No quería golpearla, no después de lo que había visto.
Pero, por si acaso, amenazó con hacerlo, si seguía montando alboroto.
Esa noche, Silas no consiguió conciliar el sueño. Cada vez
que cerraba los ojos, sentía la mirada acusadora de la madre de Kimberly en él.
Pero, por suerte, era su última noche de guardia, y, por suerte también, mañana
estaría lejos de allí.
Al día siguiente, Silas no tenía asignado ningún trabajo,
así que se dedicó a pasear por la ciudad, uno de sus métodos favoritos de
distracción. Estaba caminando, algo intranquilo, cuando vio algo que lo
intranquilizó aún más. Cuando alzó la mirada, se encontró con unos ojos, unos
ojos de mujer, que lo miraban fijamente. Era la madre de Kimberly. En persona.
A apenas unos metros.
Y no dejaba de mirarlo.
Silas pensó que arremetería contra él, que se le lanzaría a
la yugular y que no dejaría de estrangularlo hasta que su rostro se hubiera
teñido de todos los colores del arcoíris.
Pero la señora Stocker se limitó a mirarlo. Su mirada
transmitía rabia, dolor, impotencia y tristeza. Y falta de algo vital, que
alguien le había arrebatado.
Las piernas de Silas flaquearon, y estuvo a punto de perder
el equilibrio. Apretó el paso, perdiendo de vista a la madre de Kimberly y a
esa calle abyecta donde el destino había querido cruzarlos.
Esa noche, tomó una decisión. A lo mejor le costaba la vida,
pero no podía convertirse en más miserable de lo que ya era.
Iba a empezar una nueva vida, muy lejos de allí.
Iba a liberar a su primera niña.
Fue algo más fácil de lo que el mismo Silas pensó. En la
guardia siguiente, se limitó a meter a Kim en un saco en mitad de la noche, y
la dejó sola entre los arbustos de un parque conocido de la ciudad.
Inmediatamente después, condujo hasta el aeropuerto. Cogió el primer vuelo que
pudo y se marchó lejos, muy lejos, donde el Susurro no le fuera audible.
Se trasladó a un nuevo país, y empezó desde cero allí. Esa
parte sí le resultó más complicada. Adoptó una nueva identidad y cambió de
aspecto. Le costó tiempo acostumbrarse a su nuevo yo. Pero lo consiguió, y poco
a poco, esos días en Susurro empezaron a quedar cada vez más lejos. Nunca se
eliminaron completamente, pero se emborronaron lo suficiente como para que
Silas se permitiera un pellizco de felicidad.
Unos años más tarde, conoció a Sophia, en el colegio en que
empezó a trabajar. Sophia trajo luz a sus díaz y consuelo a sus noches, y le
enseñó algo que nunca había experimentado en sus propias carnes: amor.
Poco a poco, y con pasitos pequeños y lentos, construyeron
una fortaleza, hecha de confianza, respeto, y amor. Plantaron muchos árboles
alrededor, cuyas flores y frutos fueron nada más y nada menos que dos preciosos
hijos.
Al principio, cuando Sophia le comunicó que se encontraba
encinta, la primera reacción de Silas fue de terror. ¿Cómo podía ser tan
egoísta de querer traer niños al mundo, cuando él destrozó la vida de más de
100? Sin embargo, ese miedo fue desapareciendo conforme el estado de gestación
de Sophia avanzaba, y se reemplazó por amor, amor verdadero y paterno; y cuando
por fin vio la carita a sus hijos, lágrimas de felicidad recorrieron sus
mejillas.
Pero ahora, aquella imagen del papá feliz con sus retoños en
una fría-aunque-no-demasiado mañana de Marzo, no es más que una fantasía hecha
añicos.
Tan sólo un par de semanas de ser tomada esa fotografía, los
niños desaparecieron. Simplemente se
esfumaron, como si una grieta se hubiera abierto bajo sus pies y los hubiera
succionado hacia el centro de la Tierra.
Silas sabía que los niños no habían desaparecido. El Susurro
había vuelto, para hacerse oír con fuerza. Susurro le había arrebatado a sus
niños, cobrándose así su venganza. No le habían matado a él, puesto que en
Susurro sabían bien que a un padre le importa más la vida de sus hijos, que la
suya propia, así que le atacaron donde más iba a dolerle.
Y fue un disparo certero. Justo en el blanco.
Desaparecieron el día 9 de Septiembre, 9S, y cada año, por
esa fecha, Susurro le enviaba la misma carta a Silas. Era un pequeño sobre de
color gris, con la palabra “Nueve” escrita con una caligrafía pulcra y cuidada.
Dentro siempre había una cuartilla de papel de carta de color azul claro que
olía a rosas, con un mensaje del tipo:
“No puedes ignorar el
Susurro,
El Susurro nunca
muere.”
Silas sabía que no iba a ser asesinado. Susurro no caería
tan bajo. Pero estarían año tras año recordándole que habían arrancado su vida,
su alegría, la parte más vital de él.
Y Silas no sabía qué era peor.
Sophia le abandonó dos años después de que desaparecieran
los niños. Puede que Silas hubiera roto el juramento de fidelidad que Susurro
le hizo firmar, pero había cumplido la cláusula de silencio, y hasta ese
momento, Silas relataba su pasado como algo casi idílico, había inventado un
pasado fantástico y alternativo para no hacer daño a Sophia. Pero sus hijos ya
no estaban, y nada importaba ya, así que, una noche, le relató la verdad a su
esposa, sin omitir ningún tipo de detalle.
Primero, Sophia entró en estado de shock. Segundo, se
enrabietó. Tercero, no volvió a dirigirle la palabra a su marido. Y cuarto,
días después, recogió sus cosas y se marchó del hogar. Estaba enfadada, pues
culpaba a Silas de lo ocurrido; pero también dolida, pues había vivido en una
mentira durante muchos años.
Silas no volvió a saber de ella.
Un día, muchos años después, el 9 de Septiembre, 9 años
justos después del secuestro , llamaron a la puerta de Silas de madrugada. Este
hecho inquietó a Silas, pues cada año, Susurro se había limitado a introducir
bajo su puerta el condenado sobre.
Aquello era nuevo. Pero como a Silas no le quedaba nada que
perder, abrió la puerta. A primera
vista, allí no había nada ni nadie. Luego bajó la mirada y encontró un pequeño
paquete envuelto en papel azul claro, que olía a rosas y tenía una gran S impresa.
Silas desenvolvió el paquete con cautela, y abrió la caja.
Era un bote.
Con algo dentro.
Se fijó mejor.
Eran dos pares de ojos. Unos azules y otros marrones.
Dos pares de ojos que había visto miles de veces. A los que
había contemplado con amor y devoción, y había amado desde lo más profundo de
su alma.
Los ojos de sus hijos.
Silas se desmayó inmediatamente y se desvaneció, dejando
caer el recipiente de cristal, que se deshizo estrepitosamente en mil
esquirlas.
Cuando el hombre volvió en sí, y abrió los ojos pesadamente,
lo primero que pudo ver, fueron dos pares de ojos, uno azul y otro marrón, que
lo miraban fijamente.
No había sido un sueño. Silas estaba viviendo su propia
pesadilla.
Pero no importaba. De una forma u otra, Silas estaba
decidido a encontrar a sus hijos, vivos o muertos. Recogió del suelo los dos pares
de ojos, y los colocó con cuidado en el bolsillo delantero de su camisa, justo
encima del corazón. Subió con paso decidido las escaleras, que tantas veces
recorrió oyendo las dulces y frescas risas de sus pequeños, sintiendo que
estaba cada vez más cerca de ellos.
Accedió a la azotea. Para ser principios de Septiembre,
hacía frío, y un viento gélido le golpeó el rostro.
Se sentó en el borde, balanceando las piernas.
Contempló las luces que se extendían a lo lejos en el
horizonte.
Admiró la luna, y las estrellas que lo arropaban como un
oscuro manto
Rozó el bolsillo delantero de su camisa
Cogió impulso
Y saltó, empeñado en reunirse con sus hijos, dispuesto a
bajar al infierno más profundo para tener de vuelta a sus niños.