jueves, 19 de febrero de 2015

Como fresas pochas.

Que tire la primera piedra aquel o aquella que no se ha sentido como una fresa pocha alguna vez en su vida.
Pocha. Po. Cha. Podría utilizar algún sinónimo que estéticamente embelleciera el texto o quedara mejor. Pero no. La palabra pocha está pocha, por eso precisamente la estoy utilizando.
Creo que me explico bien cuando me refiero a una fresa pocha, pero, por si acaso a alguien le queda alguna duda, defino su significado.

La fresa pocha es esa  última fresa que queda en la cesta, y nadie reúne el valor suficiente para osar comérsela, pues su estado es tan lamentable, que ni recortando las partes podridas (esas partes negras y reblandecidas que rezuman un jugo sospechoso), su sabor sería mínimamente decente, y que ni el perro querría probar. Entonces, nuestra fresa está condenada a una vida de soledad y miseria, en la que será devorada viva por el moho. La fresa permanecerá en el frutero, agonizando, mientras ve a la familia pasar e ignorarla, o dirigirle sólo alguna que otra mirada de asco, hasta que alguien se de cuenta del estado de nauseabunda putrefacción en que se encuentra la pequeña fruta y la tire a la basura.
La fresa no ha hecho nada para ganarse tal destino. Quizá, haber caído la primera al frutero, siendo sepultada por las demás. A lo mejor, ser más grande, o más enana, o más madura que las otras fresas.

“¿Adónde quiere llegar con toda esta historia de la fresa podrida?”, te preguntarás, seguramente.

No lo sé. A lo mejor todo está empezando a oler de forma diferente, a saber de forma diferente. La noche brilla y el día oculta,  esa es la respuesta, por si alguien te pregunta.

Es como salir a correr y a bailar bajo la tormenta, y sentirte viva, y esconderte de los rayos del sol porque te queman y te matan.

¿Sentido? Bueno. ¿A mí me lo preguntas? No se lo busques, si quieres mi consejo. Hay cosas que es mejor no entender.

Es como ese gato que se arrastra cojeando por la calle, y nadie lo mira, nadie lo ve. Le duele mucho la pata, pero no grita. Es que los gatos NO saben gritan, tampoco saben hablar para decirle a alguien que lo lleve al veterinario. Tan sólo pueden maullar, e, igualmente, este minino no lo hace. Es demasiado orgulloso.

Es como esa zapatilla sola, sucia y rota que lleva 5 años descomponiéndose al sol en un solar, y otros 5 seguirá, seguramente muchos más, hasta que se deshaga completamente. Tanto tiempo al sol le ha dejado la memoria trastocada, y ya no recuerda nada; ni cómo llegó hasta allí, a su propia tumba al aire libre, ni quién la abandonó, ni por qué. Algún día ella fue querida, y tuvo una compañera, y se sintió útil, pero ya no más, pues el viento se encargó de borrar todo eso.

Las muñecas rotas. O todavía peor. Los trozos minúsculos de las muñecas de porcelana rotas, que saltan y saltan hasta refugiarse debajo de la cama, del armario, o de algún mueble pesado, donde no pueden ser barridas y no llega el cepillo, y permanecen allí por los siglos de los siglos, hasta que los planetas se alinean y a alguien se le ocurre mover el mueble y barrer, encontrando una masa negra no identificada que repugna a cualquiera.

Pienso que ahora me he explicado un poco mejor.

A veces nos sentimos como un puñado de arena bailando en mitad de una corriente de aire, como una zapatilla rota, un gato cojo, o una fresa pocha. Sin voz, sin ojos, sin piernas. Como si te hubieras quedado congelado o congelada en el tiempo y fueras una figura de cera, sin poder hacer nada, mientras las agujas del reloj corren y con ella el resto de la humanidad.

Pero tú siguieras ahí. Sin poder moverte.

Como si el mundo nos diera la espalda y sólo se dirigiera a nosotros para abofetearnos la cara o reírse de ella.
Y si alguien no se ha sentido así nunca, que me deje vestir su ropa y ponerme sus zapatos.


Aunque sea por unas pocas horas.