La fiesta esta tocando los últimos acordes de una canción que había durado toda la noche, una noche que yo había saboreado larga y corta, efímera e infinita, al mismo tiempo.
Pero ya había acabado y parece que al mismo tiempo que las vidas y la energía de los que todavía estábamos presentes,apenas cuatro gatos que nos apagábamos como cigarros abandonados en algún cenicero, y más o menos, eso nos pasaba: andábamos por allí olvidados, sin un motivo ni alguna persona que nos hubiera sacado antes.
La última persona que hubiera esperado encontrarme en las brasas de aquel crepúsculo neblinoso, era ella. Había bailado toda la noche, para deleite suyo y de paso, mío también, como si hubiera estado sola y no rodeada de tantas personas en ese minúsculo salón, como si esa hubiera sido la última noche que le quedaba en este mundo, como si se hubiera convertido en una pequeña y viva llama danzando en medio de una hoguera, quemando todo a su paso, y dejándonos a todos ciegos con su luz.
Pero ya no. Se había quitado el traje de supernova y ahora más bien parecía una muñeca a la que le hubieran cortado los hilos, estaba sentada (más bien, parecía que se hubiera dejado caer en el suelo) con la cabeza dulcemente apoyada en las manos y la mirada perdida en algún lugar recóndito del infinito. Ni sé si ella estaba mirando al infinito, o era el infinito el que la estaba mirando a ella.
El cansancio, o quizá fue una pequeña chispa de valentía que comenzó a abrasarme por dentro, me empujó a acercarme a ella, cosa que no me había atrevido a hacer en toda la noche: ella era un planeta, y yo tan sólo un pequeño satélite que orbitaba a su alrededor; soy su sombra, el silencio que sigue sus suspiros y esas miradas furtivas cazadas que se sonrojan de vergüenza.
Le rocé suavemente el hombro, y ella me miró, sonriéndome con los ojos.
Tenía la carita pintada de sueño, y exactamente eso parecía, un sueño.
Todavía había música de fondo, y en ese momento sonaba una canción lenta, una balada que parecía sacada de algún baile de instituto americano.
No entendía muy bien por qué seguía sonando música, pues no quedaba ya nadie que bailase a su son. Era una canción solitaria, una nana de borrachos que servía para acunar en su suelo a los infelices que había por allí durmiendo la mona de cualquier manera.
Sin pensarlo apenas, le tendí la mano, invitándola a bailar conmigo. Seguramente si no me hubiera dejado llevar por la atmósfera y por lo que sentía ese momento y lo hubiese pensado en frío, no se me hubiera ocurrido nunca lanzarme de esa manera, pero estaba bajo un hechizo, su hechizo, uno poderoso e hipnótico que me impedía alejarme de ella o dejar de mirarla.
No esperaba que aceptase mi invitación, pero ya no me quedaba nada que perder, pues todo lo que ansiaba era ella y estaba al años luz de mí.
Miró mi mano y sonrió, esta vez con una sonrisa pura y verdadera,dejándome ver el cielo por unos instantes.
La ayudé a levantarse, y se puso en pie con un saltitos. Me pidió que la esperase un momento, y se quitó los dolorosos zapatos de tacón de aguja que llevaba puestos. En cuanto se hubo liberado de aquella armadura, me pareció más dulce, más niña, más...ella.
Me cogió de la mano y avanzamos hasta más o menos el centro del salón,ella caminando lentamente y yo flotando en el séptimo cielo.
En ese momento el miedo me alcanzó y a punto estuvo de asfixiarme. Yo no sabia bailar, y ella era toda una experta. ¿Y si le pisaba los pies? ¿Y si pensaba que estaba haciendo el ridículo?
No tuve tiempo de ahogarme ni de pensar más, porque ella apoyo su cabeza en mi pecho. Rodeé su cintura torpemente con mis brazos, y empezamos a movernos lentamente al son de esa canción, en esa habitación que ahora era enorme y parecía estar observándonos.
Ella parecía dormida, y nunca la había visto así de hermosa. No estaba tan hermosa ni cuando caminaba haciendo temblar el mundo entero, ni cuando luchaba por lo que quería y se convertía en una dura guerrera.
Ahora estaba bonita porque no lo pretendía, y no podía estarlo más porque ella no sabía que la estaba mirando.
Entre las muchas cosas que no sabía esa noche, estaba el no saber qué pasaría después. Tal vez luego ocurriera algo más, pero tal vez aquello no pasara de un baile. Igualmente yo sentía que iba a morir de felicidad y de dicha, pues ella me estaba dedicando lo mas valioso que te puede dar alguien: su tiempo.
Y en ese momento, sentía que todo estaba en orden, que el universo estaba en mí, y que la paz lo inundaba todo; que el sol había salido aunque fueran las 3 y media de la madrugada y que por fin había encontrado la pieza perdida que completaba el rompecabezas.
Yo creía estar abrazando un ángel y no a ella, con su cabello largo y suave y su piel de porcelana. Apoyaba mis manos en su cintura con delicadeza, pero al mismo tiempo, me daban ganas de fundirme en ella; era fuego y hielo, quería correr hacia ella y a la vez alejarme.
La canción que parecía no terminar nunca llegó a su fin y nos dijo adiós, y con ella se rompió nuestro momento en mil pedacitos de cristal que quedaron desperdigados por el suelo.
Le pedí disculpas y salí a la calle, me estaba ahogando y necesitaba que una buena bocanada de aire me despejara los pulmones. El cielo estaba pintado de estrellas y la luna parecía guiñarme el ojo.
Cuando volví a entrar, ya reinaba el silencio (tan sólo interrumpido por, de vez en cuando, algún ronquido), y ella ya no estaba; este pájaro había volado, el lago en el que me había bañado se había evaporado y se había convertido en el espíritu de la música cubierta de silencio.
Yo me quedé allí, plantado en mitad de aquel antro, con el desasosiego creciendo en mis entrañas y una sensación agridulce de no saber si tan sólo había sido un sueño.
martes, 9 de diciembre de 2014
miércoles, 3 de diciembre de 2014
"Parecía estar a punto de echarse a llorar.."
Tenía que salir a la calle. No porque quisiera (en ese
momento, nada deseaba más que permanecer al resguardo del calor del hogar,
escondida bajo un par de mantas), sino porque era lo que tocaba. Debía hacerlo.
Respiré profundamente, saboreando mis últimos segundos de
temperatura agradable, abrí la puerta y me zambullí en aquella tempestad que
iba a ser el nuevo día. Al instante en que dejé atrás mi casa, noté el doloroso
mordisco del frío en mis mejillas, una dentellada seca y helada.
Alcé la mirada, para intentar adivinar el estado anímico en
que se encontraba el cielo en aquella jornada que acaba de comenzar. El día
había amanecido gris y encapotado de nubes, parecía que estaba a punto de
echarse a llorar. Me preguntaba qué le había ocurrido al cielo para estar así
de triste. El firmamento no estaba tímido, con sus nubes tenues tapando a
medias una bóveda pintada en delicados tonos pastel, ni estaba furioso ni
descargaba su ira sobre nosotros, con esos truenos que querían gritar y esos
relámpagos resplandecientes de rabia. Tampoco estaba feliz y alegre, cuando se
vestía de azul celeste y nos alumbraba a todos con su sonrisa (una sonrisa tan
deslumbrante, ¡que ni podías mirarla directamente!) invitando a la vida y a
sonreír, devolviendo la sonrisa a aquella que nos miraba desde arriba.
A veces, el cielo se mostraba receptivo y te dejaba hablar
con él. Si había alguna nubecilla ocultando la gran estrella, hacía soplar un
viento fuerte y te permitía ser acariciado por las cálidas manos del Sol, por
ejemplo.
Pero aquella mañana no. El firmamento no estaba receptivo,
sino apático y apagado.
Le pedí una respuesta, y al final, la obtuve.
Empezó a llover. Primero lentamente, con pequeñas gotas que
parecían tener miedo a estrellarse contra el suelo, y luego comenzó a caer un
violento aguacero. El cielo estaba llorando, no sé el motivo, pero no podía
cesar en su llanto. Yo sentí sobre mi rostro las frías gotas y las saladas
lágrimas, que, de una forma u otra, también intentaban tocarme, acariciarme.
A lo mejor el cielo quería que notase su dolor así, porque
no encontraba otra manera.
El chaparrón no duró mucho, pero continuó nublado el resto del
día. Era como si aquella mañana el cielo no hubiera querido despertarse, y
hubiese preferido quedarse en la cama.
Por eso me dejé hacer y me dejé llevar.
Porque lo entendía.
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