miércoles, 20 de agosto de 2014

Y conseguí escapar.

Estaba perdida. Completamente perdida, sin la menor idea de absolutamente nada. Nada de nada.
Tampoco sabía cuánto tiempo llevaba perdida. A lo mejor semanas, a lo mejor meses. Puede que llevase perdida toda mi vida y este fuera tan sólo el momento en el que me había dado cuenta.
Mi mundo se había perdido, se había congelado en el tiempo, mientras el exterior seguía girando alegremente, con su amanecer, su puesta de sol y su luna, y con la población riendo y viviendo y continuando su camino. El mundo avanzaba de forma casi cruel, como si me restregara por la cara que todos fueran capaces de seguir con su vida mientras yo me estancaba.
Pero, sin embargo, ni pegaba patadas a la pared de furia y frustración, ni me enterraba a mí misma en una fosa de lágrimas.
En mí reinaba una calma debida a la falta de emociones. No era una calma agradable y apacible, en la que una se puede a llegar a encontrar a gusto consigo misma e irradiar felicidad. Era una calma inquietante que olía a peligro, como los minutos antes de que se desencadene una tormenta o los segundos antes de que la ola negra de un tsunami encolerizado se trague a una población.

Me ví convertida en un híbrido entre un zombie y un fantasma, dando pasos torpes como un espíritu errante por el mismo lugar que me vio crecer y en el que ahora me sentía como una desconocida en una casa ajena.
Subía los escalones de forma pesada, como si estuviera acarreando un gran peso en la espalda. Y en ese momento dudaba sobre qué pesaba más, si mi cuerpo o mi alma.
Me desplomé en una silla al verse agotada mi reserva de energías y cerré los ojos.
Cuando volví a abrirlos, me dí cuenta de que ante mí había una puerta en la que no me había fijado antes. Estaba pintada de vistosos colores, y resultaba viva y alegre, como una isla de color y vida en este océano de oscuridad y desasosiego en el que yo empezaba a verme como náufraga.
Sin pensarlo dos veces, abrí la puerta y me adentré en aquel extraño universo paralelo, sintiéndome como Alicia cuando llega al País de las Maravillas.
Y aquel lugar, desde luego, no se quedaba corto. Era sobretodo verde, verde la hierba y verdes los árboles. Un lago cristalino se dejaba ver tímidamente entre la arboleda, y el cielo empezaba a ocultarse tras las montañas. El día llegaba a su fin, pero parecía que la fauna de este fascinante lugar no estaba de acuerdo.
Animales de todo tipo correteaban por todas partes. Animales normales y otros fantásticos; algunos que había visto en libros o películas y algunos que tan sólo existían en mis sueños. Criaturas fantásticas de cualquier tamaño y forma. Hadas en las flores. Centauros trotando por las colinas. Unicornios inclinándose para beber las puras aguas del lago. Dragones surcando el cielo anaranjado.

Algo se estimuló dentro de mí. Parecía como si mi corazón se estuviera desperezando después de haber estando poca o ninguna sangre por mis venas. Empezaba a sentirme viva otra vez, y era maravilloso.
Seguía sintiéndome cansada, así que fui a echarme bajo un sauce llorón que crecía cerca de la orilla del lago. Nada más recostarme, una sirena de ojos grandes color avellana, boca pequeña y carnosa y el cabello del color del chocolate surgió de las agua y se aproximó a mí todo lo que su condición de chica pez le permitía.
Me observó con sus ojos limpios, y sin yo esperármelo, comenzó a cantar. Había leído en algún sitio que las sirenas de la antigua mitología engatusaban a los hombres con sus cantos para luego matarlos, pero ni la sirena planeaba acabar conmigo, ni era un canto seductor.
Más bien se parecía a una canción de cuna, pero más que adormilarme, me espabilaba más.
Y despertó una parte de mí que estaba profundamente dormida: mis sentimientos. De golpe regresaron las ganas de reír por lo viva que me sentía en aquel momento y las ganas de llorar por lo perdida que realmente estaba; la rabia, la impotencia, la esperanza…
No pude aguantar más y rompí a llorar, y cuanto más lloraba, sentía que iba deshaciendo un nudo detrás de otro y me quitaba un peso de encima, y me volvía más y más ligera.
Mi llanto no cesó, y tampoco lo hizo la sirena con su dulce canto, que era como un abrazo, un masaje, y una caricia para mí, todo a la vez.
Poco a poco me sentí dominada por un profundo sopor, y, derrotada, cerré los ojos bajo el amparo de aquella hermosa criatura y aquel sauce llorón que me cobijaba.

No sé cuánto tiempo dormí ni qué hora era cuando abrí los ojos. Desperté, aturdida, sobre mi escritorio, en una postura incómoda que mis hombros y mi cuello corroboraron con un agudo dolor, usando mi cuaderno como una especie de almohada y los auriculares conectados. El móvil estaba sin batería, como si hubiera estado funcionando toda la noche.
La hoja estaba escrita, salpicada de criaturas mágicas y un mundo con el que no sabía si acababa de soñar o si del que había regresado hacía unos pocos minutos.





lunes, 4 de agosto de 2014

Canciones.

Esa canción no la componían acordes. Podía sentirlo. Esa canción estaba hecha de odio y pesar, resentimiento y dolor.
Era como desgarrarte el pecho para dejar salir algo que te ha estado oprimiendo durante años. Como sacarte una estaca que te estaba pudriendo por dentro y no recuerdas desde cuándo la llevabas clavada, pero que al extirparla, te provocó un dolor que te obligó a caer de rodillas y doblarte como a una marioneta que le han cortado las cuerdas.
Sabes que es lo adecuado, que te sentirás mejor, pero no sabes cuándo.
Puedo sentir el olor a pólvora y a quemado, a los recuerdos quedando reducidos a miserables cenizas. Puedo oír el sonido de una puerta cerrándose para siempre en un sonoro portazo, encerrando dentro a demonios que nunca debieron salir. Que nunca debieron existir.
Puedo notar las frías gotas de lluvia sobre mi piel y una amargura en la boca. Sabor a adios.
La lluvia se llevará el ayer y el sabor amargo me traerá el mañana.
Puedo sentir todo eso y más, emociones desbocadas que se desdibujan en cuanto la canción llega a su fin y me dejan presa de la agitación, como un mar embravecido una noche de tormenta.