Estaba perdida. Completamente perdida, sin la menor idea de absolutamente
nada. Nada de nada.
Tampoco sabía cuánto tiempo llevaba perdida. A lo mejor semanas, a lo
mejor meses. Puede que llevase perdida toda mi vida y este fuera tan sólo el
momento en el que me había dado cuenta.
Mi mundo se había perdido, se había congelado en el tiempo, mientras el
exterior seguía girando alegremente, con su amanecer, su puesta de sol y su
luna, y con la población riendo y viviendo y continuando su camino. El mundo
avanzaba de forma casi cruel, como si me restregara por la cara que todos
fueran capaces de seguir con su vida mientras yo me estancaba.
Pero, sin embargo, ni pegaba patadas a la pared de furia y frustración,
ni me enterraba a mí misma en una fosa de lágrimas.
En mí reinaba una calma debida a la falta de emociones. No era una calma
agradable y apacible, en la que una se puede a llegar a encontrar a gusto
consigo misma e irradiar felicidad. Era una calma inquietante que olía a
peligro, como los minutos antes de que se desencadene una tormenta o los
segundos antes de que la ola negra de un tsunami encolerizado se trague a una
población.
Me ví convertida en un híbrido entre un zombie y un fantasma, dando pasos
torpes como un espíritu errante por el mismo lugar que me vio crecer y en el
que ahora me sentía como una desconocida en una casa ajena.
Subía los escalones de forma pesada, como si estuviera acarreando un gran
peso en la espalda. Y en ese momento dudaba sobre qué pesaba más, si mi cuerpo
o mi alma.
Me desplomé en una silla al verse agotada mi reserva de energías y cerré
los ojos.
Cuando volví a abrirlos, me dí cuenta de que ante mí había una puerta en
la que no me había fijado antes. Estaba pintada de vistosos colores, y
resultaba viva y alegre, como una isla de color y vida en este océano de
oscuridad y desasosiego en el que yo empezaba a verme como náufraga.
Sin pensarlo dos veces, abrí la puerta y me adentré en aquel extraño universo
paralelo, sintiéndome como Alicia cuando llega al País de las Maravillas.
Y aquel lugar, desde luego, no se quedaba corto. Era sobretodo verde,
verde la hierba y verdes los árboles. Un lago cristalino se dejaba ver
tímidamente entre la arboleda, y el cielo empezaba a ocultarse tras las
montañas. El día llegaba a su fin, pero parecía que la fauna de este fascinante
lugar no estaba de acuerdo.
Animales de todo tipo correteaban por todas partes. Animales normales y
otros fantásticos; algunos que había visto en libros o películas y algunos que
tan sólo existían en mis sueños. Criaturas fantásticas de cualquier tamaño y
forma. Hadas en las flores. Centauros trotando por las colinas. Unicornios
inclinándose para beber las puras aguas del lago. Dragones surcando el cielo
anaranjado.
Algo se estimuló dentro de mí. Parecía como si mi corazón se estuviera
desperezando después de haber estando poca o ninguna sangre por mis venas.
Empezaba a sentirme viva otra vez, y era maravilloso.
Seguía sintiéndome cansada, así que fui a echarme bajo un sauce llorón
que crecía cerca de la orilla del lago. Nada más recostarme, una sirena de ojos
grandes color avellana, boca pequeña y carnosa y el cabello del color del
chocolate surgió de las agua y se aproximó a mí todo lo que su condición de
chica pez le permitía.
Me observó con sus ojos limpios, y sin yo esperármelo, comenzó a cantar.
Había leído en algún sitio que las sirenas de la antigua mitología engatusaban
a los hombres con sus cantos para luego matarlos, pero ni la sirena planeaba
acabar conmigo, ni era un canto seductor.
Más bien se parecía a una canción de cuna, pero más que adormilarme, me
espabilaba más.
Y despertó una parte de mí que estaba profundamente dormida: mis
sentimientos. De golpe regresaron las ganas de reír por lo viva que me sentía
en aquel momento y las ganas de llorar por lo perdida que realmente estaba; la
rabia, la impotencia, la esperanza…
No pude aguantar más y rompí a llorar, y cuanto más lloraba, sentía que
iba deshaciendo un nudo detrás de otro y me quitaba un peso de encima, y me
volvía más y más ligera.
Mi llanto no cesó, y tampoco lo hizo la sirena con su dulce canto, que
era como un abrazo, un masaje, y una caricia para mí, todo a la vez.
Poco a poco me sentí dominada por un profundo sopor, y, derrotada, cerré
los ojos bajo el amparo de aquella hermosa criatura y aquel sauce llorón que me
cobijaba.
No sé cuánto tiempo dormí ni qué hora era cuando abrí los ojos. Desperté,
aturdida, sobre mi escritorio, en una postura incómoda que mis hombros y mi
cuello corroboraron con un agudo dolor, usando mi cuaderno como una especie de
almohada y los auriculares conectados. El móvil estaba sin batería, como si
hubiera estado funcionando toda la noche.
La hoja estaba escrita, salpicada de criaturas mágicas y un mundo con el
que no sabía si acababa de soñar o si del que había regresado hacía unos pocos
minutos.