jueves, 21 de noviembre de 2013

El escondite.

La casa de mi abuela era grande, era un caserón lleno de corrientes de aire que silbaban amenazadoramente. Y además de enorme, era una construcción bastente antigua, con unas instalaciones eléctricas bastantes simples y rudimentarias, que solían fallar con bastante frecuencia. A pesar de todos estos pequeños defectos, mi abuela amaba su casa. Y yo amaba a mi abuela, por tanto, yo sentía esa iviendo como si fuera mi propio hogar. Mis padres, cuando yo era pequeña,tenían ambos trabajos muy importantes, por lo que no tenían apenas tiempo para mí. Por eso, yo siempre estaba en casa de mi abuela y allí me crié, en aquella edificación que me vio crecer, con mi abuela como segunda madre y con sus deliciosas tazas de chocolate amargo como mayor satisfacción en las tardes frías de invierno.
Como he mencionado antes, la luz de su casa se iba de forma frecuente y repentina, y mi abuela, para que no tuviera miedo a la oscuridad, me enseñó el juego del escondite. Cuando las luces se apagaban, yo tenía que ir corriendo a esconderme mientras ella contaba hasta 100.Luego, mi abuela recorría toda la casa hasta que daba conmigo. Solía tardar en encontrarme, pero si me hallaba antes de que la luz volviera, me cogía en brazos y me llevaba en volandas a sentarnos enfrente de la chimenea, donde nos quedábamos abrazadas hasta que se hiciera de nuevo la luz. Me sentaba en su regazo y me acariciaba el pelo, y a veces me sumía en un dulce sueño a causa de sus caricias, y del suave calor del fuego. Cuando abría los ojos, la luz había vuelto, y un delicioso olor a chocolate caliente inundaba la estancia.
Al principio, cuando tan solo era una renacuaja, me aterraban esas partidas de escondite, y solía entrarme el pánico y me quedaba paralizada en medio de un ataque de miedo, pero con el tiempo fui cogiéndoles el gusto, y el miedo se desvanecía al pensar en el dulce final que los oscuros episodios solían tener. Cada vez me buscaba lugares más recónditos y enrevesados de la casa para esconderme y era capaz de recorrer todos los pasillos, moverme por las habitaciones y subir y bajar escaleras en la más absoluta oscuridad sin hacer ni el menor ruido, ya que mis ojos se acostumbraron a ver en la negrura y acabé memorizándome los caminos a base de la costumbre de jugar. La abuela no me prohibía entrar a ningún cuarto, por lo que su hogar no tenía secretos para mí. Había muchísimas habitaciones. Algunas eran acogedoras. Otras olían a antiguo y estaban llenas de muebles cubiertos de polvo y sábanas blancas que ya empezaban a amarillear. Recuerdo que en un par de cuartos no había nada. Yo pensaba con frecuencia que estaban llenas de fantasmas y que por eso no había muebles. Aún con todo esto, yo no dejaba que ninguna habitación me atemorizara, y me escondía en todas. Mi favorita era una del tercer piso. Siempre que me escondía ahí, la abuela tardaba más que de costumbre en encontrarme, porque no le gustaba nada subir allí. Pero nunca me dijo el por qué. La abuela era una mujer alegre, de felicidad contagiosa, con la que se podía hablar horas y horas. Sin embarho, por el propio bien, era mejor no mencionarle algunos temas, porque se cerraba totalmente en banda, y si insistías, te mandaba al dormitorio, y si se iba la luz, no había juego, y eso sí que era escalofriante.
El hecho que marcaría mi vida para siempre ocurrió cuando yo acababa de cumplir 8 años. Mis padres tenían que acudir a una importante cena de negocios una noche, por lo que me llevaron en coche a la casa de la abuela, como era normal. Cuando bajamos del vehículo, la abuela os estaba esperando en el porche. Su postura era extraña y rígida, y tenía la mirada perdida. Se la notaba ausente, como si estuviera lejos, en otra parte. Cuando me acerqué a ella me abrazó y fingió que todo estaba bien, para que yo no me diera cuenta, pero ya era tarde.
Papá y mamá se fueron, y yo me quedé a solas con ella. Yo, que disfrutaba y guardaba cada segundo con mi abuela como si fuera un tesoro, era presa de un mal presentimiendo, una mala sensación que me incitaba a echar a correr y no quedarme aquella noche. Pero me convencí a mí misma de que tan solo eran tonterías mías. Apenas hablamos, tan solo estábamos sentadas en el fuego, en compañía de un silencio sepulcral, solo interrumpido de vez en cuando por el crepitar de la madera al arder.
Finalmente, el momento que yo llevaba temiendo llegó, y la luz se fue. Primero yo no me moví del sofá,porque pensaba que a la abuela no le iba a apetecer jugar ese día, pero cuando no me vio levantarme ni echar a correr, me increpó con voz nerviosa que fuera rápido a esconderme. Inquieta, empecé a moverme en la oscuridad. Estaba tan inquieta, que no pensaba con claridad, y no sabía adónde me dirigía. Acabé en la habitación vacía del tercer piso. Cuando entré por la puerta, dejé de tener miedo, como si hubiera un filtro que atrapase el temor al entrar allí. Me senté en el suelo y me dispuse a esperar a que me encontraran.
No sé cuánto tiempo aguardé. Al cabo de un buen rato caí en la cuenta de que me encontraba en el cuarto que nunca pisaba la abuela, y que sería difícil que me encontrara allí. Asomé la cabeza por la puerta para comprobar si seguía contando, porque yo había perdido la noción del tiempo. No oí su voz, pero si oí pasos, pasos que se acercaban, y al mismo tiempo, el terror me paralizaba los sentidos. Volví corriendo adentro mientras pegaba un portazo, y de nuevo la misma sensación de calma hizo que me tranquilizara y que me adormeciera lentamente. En ese momento no controlaba lo que estaba haciendo, estaba a merced de algo extraño y no era consciente de lo que podía pasar. El sueño finalmente me venció y me acurruqué, quedándome profundamente dormida.
Me despertó a la mañana siguiente mi madre, en medio de un ataque de ansiedad. Nunca la había visto tan asustada. Me preguntó dónde estaba la abuela y yo le conté lo de la noche anterior. Papá también estaba muy nervioso. Y la abuela no estaba. Por aquel entonces supuse que se había cansado de buscarme, y que por la mañana temprano se había ido a misa o al mercado o algo así. Rápidamente, me llevaron a casa en coche. En el camino, ninguno hablaba. No respondían a mis preguntas. Seguramente no me estaban escuchando. Mamá llevaba puestas unas gafas oscuras muy grandes y papá conducía sin apenas pestañear, con los ojos muy fijos en la carretera. Me dejaron en casa de la señora García, la vecina, y volvieron a irse. La señora García era una mujer medio portuguesa, ya entrada en años, que tenía una casa continua a la nuestra y que olía siempre a col hervida. La señora García estaba enterada de las cosas, porque me trataba con mucha dulzura. Pero yo no. Supongo que hay cosas que no se le cuentan a una niña de ocho años. Recuerdo que pasé mucho tiempo en compañía de la señora García, porque apenas veía a mis padres. Al cabo de algunos meses, por fin me contaron lo que había sucedido. Mi abuela había desaparecido la noche en que dormí en su casa, tiempo atrás. No la habían encontrado. No faltaba ninguno de sus objetos personales. Tampoco habían hallado pistas de que alguien hubiera entrado por la noche en la casa o la hubiera secuestrado o matado. Así que era un misterio sin resolver.
Pasaron los años, y no volví a pisar la casa de mi abuela. Mi personalidad cambió mucho. Me volví una niña solitaria y taciturna, que nadaba constantemente en sus propias lágrimas y no salía ni al tranco de la puerta. Desarrollé también un profunda fobia a la oscuridad, por lo que tenía que dormir por la noche con lamparitas y luces infantiles. Por suerte, conseguí superar ese miedo gracias al psicólogo y a las infinitas sesiones.
Una noche, mis padres debían asistir a un congreso, así que me quedé sola, en mi cuarto, leyendo un libro muy interesante que acababa de empezar. De repente, la luz empezó a parpadear, y se apagó. Aunque guardaba un trauma desde la desaparición de mi abuela, las citas con el psicólogo me habían enseñado a no dejarme dominar por el pánico, así que me tranquilicé, y fui a comprobar la caja de los plomos. Efectivamente, estaban bajados, así que los subí, pero las luces seguían sin encenderse. Volví a mi dormitorio a por algo para alumbrarme, y encendí una vela. Cuando la mecha prendió, descubrí encima de mi libro una nota. La nota, escrita con letra muy rudimentaria, rezaba: "Ya te he entontrado, mi niña, ahora te toca a tí." Lejos de asustarme, una sensación de paz interior que me resultaba vagamente familiar empezó a crecer en mi interior, y sentí como si una fuerza invisible tiraba de mí y me obligaba a cerrar los ojos. Lo último que noté, antes de desmayarme completamente, fue como la vela se apagaba y unos pasos se acercaban a la puerta de mi habitación.

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