Fue un chasquido que interrumpió el silencio. Un pequeño
sonido en la gran inmensidad. Después, nada. Todo volvió a la quietud.
Había sido algo insignificante, un simple ruido, pero a la
vez, podemos decir que se trataba de una especie de sinfonía. Se componía de el
quiebre de todos sus huesos a la vez, componiendo una melodía fugaz y macabra.
El chasquido fue inmediato.
Él, que se había sentido tan importante, no era ahora más
que un amasijo de fluidos, órganos y huesos rotos que yacía en medio de la
nada.
Él, que tan querido se había sentido, permanecería para
siempre en el fondo de aquella gruta sin nadie que le llorara, ni nadie que
recogiera sus restos.
No eran muchos los motivos que lo habían llevado a aquel
lugar. Tampoco pensó mucho su decisión, ni en el destino que después aguardaba.
Cuando despegó sus pies del borde y emprendió el vuelo
eterno, no recordó su maltrecha niñez, ni sus vacíos años de juventud. Nunca se
había sentido vivo, en el pleno sentido de la palabra. Su vida había sido una cadena de días carente
de significado. Para él, el tiempo pasaba despacio pero rápido a la par.
Despacio, porque a cada segundo, el reloj le recordaba la monotonía; pero
deprisa, porque cuando echaba la vista atrás, daba fe de que los meses pasaban
y el tiempo le pisaba los talones.
Siempre había tenido lo que había deseado y así creció,
entre algodones. Cuando alcanzó la mayoría de edad, notó que no sabía hacer
nada. La vida le dio la espalda y se llevó la alegría y la luz de sus ojos con
ella. Desde hacía tiempo buscaba a la muerte, pero esta huía de él, como si
quisiera condenarle a una vida eterna, peor que cualquier tortura o forma de
morir.
Por eso acudió al desfiladero sin más equipaje que lo puesto
para emprender el que sería, pensó para sí mismo, el viaje más emocionante de
su vida. La caída era muy alta, tan alta que no alcanzaba a distinguir el
fondo, solo negra inmensidad.
Cogió un guijarro y lo lanzó, y solo notó un lejano eco.
Claramente después de aquello no tenía posibilidad de sobrevivir, y si fuera así,
moriría a los pocos días de hambre o sed, así que la Dama de Negro no tendría
otra alternativa que darle el Beso y llevarle con ella al otro lado.
Suspiró, dio un último vistazo a su alrededor, y se quitó
los guantes blancos que siempre llevaba y los dejó en el borde, como una marca
de que él yacía allí, como una lápida.
No prolongó más su preludio y dejó que la gravedad lo
abrazara e hiciera su trabajo. Mientras caía, no pudo evitar sonreír, y antes
de lo previsto, su cuerpo impactó contra el duro suelo y su esqueleto se hacía
añicos cual escultura de cristal y así murió, con los dulces ojos azules fijos
en el infinito y su primera sonrisa dibujada en los labios.
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