martes, 26 de noviembre de 2019

No se me olvida

No se me olvida que en esta casa vacía una vez hubo niños correteando, desfiles de moda con la ropa vieja que mi prima y yo nos encontrábamos en los armarios y muchas tardes de frío extremo. La mejor forma de combatir dicho frío era haciendo palomitas de microondas y apalancándonos todos frente a un televisor que nunca se apagaba.

No se me olvida que por estas escaleras me caí con 11 años y me partí la pierna, o que en esa habitación tan gélida antes el fuego ardía en el hogar, y nos apiñábamos alrededor porque no teníamos nada que hacer. A mí me gustaba tirar papeles a la chimenea y contemplarlos arder. Pero a mi abuela le molestaba y siempre me regañaba por ello.

No se me olvida que por las mismas calles en las que hoy no se ve ni un alma, los niños y niñas del pueblo nos tirábamos las noches jugando. Ni las batallas campales con globos de agua que mis primos y yo librábamos los días de verano en la plaza. Nos hacía falta muy poco para convertir cualquier rincón del pueblo en un parque de juegos. Era increíble lo mucho que se desbordaba la imaginación y la creatividad de cualquiera que fuera allí.

No se me olvidan las dos onzas de chocolate con almendras que mi abuela sacaba del cajón y me daba cada vez que yo se lo pedía. O de esos rosquillos interminables que siempre guardaba en la alacena y siempre ofrecía a cualquiera que pasara por su casa. La puerta estaba invariablemente abierta, a la manera tan tradicionalmente típica de los pueblos que hoy ya no se ve. En este pueblo las puertas ya se han cerrado.

No se me olvidan las excursiones al Barrio, que no era un barrio, sino una parte del bosque. Nunca entendí por qué todo el mundo lo llamaba, pero así era. Cuando venía el calor, metíamos los pies en el agua gélida (cuando había cauce en el río, que no siempre). En primavera, correteábamos entre los árboles y trepábamos por las piedras mientras nuestras madres recogían collejas en un bancal cercano. A veces, rebaños de ovejas irrumpían súbitamente y en un parpadeo invadían la zona. No nos hacían ni caso, pues iban a beber a un abrevadero que había, pero nos asustábamos igualmente.
A veces, cuando volvíamos de allí, mi prima y yo nos adentrábamos en el cementerio y recogíamos los ramos de flores que yacían tirados y abandonados en el camino. Nos las llevábamos a casa de la abuela y a ella no le gustaba nada. La verdad es que la comprendo, y no entiendo en qué estaba pensando, pero para justificarme diré que tenía unos 7 añitos. Supongo que siempre he tenido un lado un poco tétrico, no me escondo.

No se me olvida la voz de mi abuela Carmen, los rulos rosas que se ponía o cómo se arreglaba cuando cada año llegaban las fiestas patronales. Del "¿y tú de quién eres?", y de verla rodeada de las vecinas y otras señoras, sentadas en el banco de su puerta las noches estivales. Ahora ese banco está vacío y nadie ha vuelto a llamarme "prenda" desde entonces.

No se me olvida el día en que mi tía nos llevó a mi prima y a mí al pueblo minero abandonado. Tengo un recuerdo muy lejano y borroso de aquello, pero lo conservo en un lugar muy preciado de mi ser. No he podido volver desde entonces, pero el querer visitarlo es una idea que me obsesiona. Tampoco se me olvida aquella tarde de otoño, pateándonos el monte en busca de níscalos. Llenamos varios cubos, pero la tierra estaba húmeda y resbaladiza y me vi varias veces rodando ladera abajo. Cuando fuimos a venderlas, no las quisieron por estar estropeadas, y yo me pillé un berrinche descomunal. Tanto fue así, que no probé los níscalos ni volví a salir en busca de setas hasta el año pasado, que en una temporada muy prolífica de setas mi madre consiguió arrastrarme con ella al monte para que buscáramos níscalos. Fue un momento mágico, a solas ella, la montaña y yo. El silencio nos envolvió como un manto. Pareció que en ese instante el mundo se detuvo y no existió nada más.

No se me olvidan las tardes de toros, que eran los días grandes de las fiestas de septiembre. Yo odiaba asistir a aquello y me sentía totalmente fuera de lugar (por mucho que tuviera que ir todos los años), pero me gustaba el ambiente festivo, los pasodobles que tocaba la banda municipal y sentarme al lado de mi tía abuela Encarna. Siempre he adorado a esa señora, que decía que yo era una muñeca de porcelana china y me lo sigue diciendo ahora, que la visito con 21 años. Cuando era pequeña, iba a su casa y nos tirábamos la tarde en el brasero, viendo Juan y Medio. Merendaba galletas maría con colacao, y tenía una perra a la que yo misma puse nombre con 6 años, Negri. El día que me enteré que Negri había muerto (ya tenía yo los 17), no pude evitar sentir que el capítulo de mi infancia finalmente se cerraba.

No se me olvidan todas esas cosas, ni tantas otras que guardo en el tintero y en rincones desperdigados de la memoria. Y es por eso que cada vez que vuelvo a Lanteira, siento que retrocedo en el tiempo y hago silenciosamente un recorrido por mis recuerdos con la nostalgia asida a mi brazo. Y me pongo triste y feliz a la vez. Supongo que rememorar siempre conlleva ese tipo de efectos.

No se me olvida, no. Nunca podría.