¿Qué hubiera pasado si yo hubiera dicho las palabras adecuadas en el momento adecuado?
(Era la eterna pregunta que tanto me hice. Nunca acababa de desaparecer de mi mente. Se repetía una y otra vez. Siempre volvía en el momento menos pensado.)
¿Qué hubiera pasado?
Absolutamente nada.
Tardé tanto en llegar a esa conclusión, que parecía hasta ridículo. ¿Cómo podía no haber visto con claridad algo que era tan sencillo, tan ovio, y que había tenido tan a la vista?
No lo sé. Lo único que tuve claro es que yo no tenía, ni había tenido nunca, una varita mágica que pudiera arreglar lo que ya estaba más que tocado y hundido de un tiempo a esa parte.
La noche en que se abrió la caja de Pandora, yo llevaba un vestido gris. Nunca pensé que algo de color gris pudiera resultar bonito o favorecedor. Y sin embargo, ese vestido me quitaba todas las dudas, derramándose sobre mis hombros en delicadas olas de encaje y ciñéndose a mi cintura.
Esa noche estaba bonita, pero más importante aún: me sentía bonita. El día había estado envuelto en una brisa fresca y el verano aún se antojaba largo y lleno de sorpresas, que titilaban como luciérnagas en el horizonte.
Subí al último autobús para volver a casa, como una princesita volviendo a su castillo, y me senté en el primer asiento, el de siempre. Coloqué mi bolso en el regazo (qué raro se me hace esto de usar bolso) y las manos enguantadas de encaje negro encima.
Y entonces entraste tú.
La noche en que se abrió la caja de Pandora, yo me quedé petrificada, como si hubiera visto a todos los fantasmas del mundo corriendo en tropel para robarme el alma. No recuerdo si pestañeé, seguramente no. Como por arte de magia, numerosos engranajes empezaron a correr y a girar dentro de mí, activando un mecanismo que ya daba por obsoleto. Mil cosas se me pasaron por la cabeza. Y ninguna de ellas era girarme y mirarte.
Al pasar al lado mía, me miraste. Dos veces. Yo seguí con la mirada fija al frente, como si el coche que estaba aparcado delante del autobús fuera la cosa más importante del mundo. O como si en ese momento me hallara inmersa en complejas meditaciones sobre el origen del universo.
Cualquier invento menos pensar en que acababa de entrar en el bus la única persona que alguna vez me había roto el corazón.
(Dos veces.)
Y la caja de Pandora se abrió y se desparramaron fotos viejas y pañuelos bordados, canciones prohibidas y sentimientos atrapados en frascos con etiquetas que han amarilleado con el paso del tiempo. El polvo de estrellas se quedó flotando en el aire. Y sobre mi vestido gris, igual que aquel vestido azul, se derramó el perfume de los recuerdos que se acumulan en los áticos de las casas antiguas.
Cuántas cosas te hubiera dicho si no hubiera sido por el hecho de que tú y yo ahora hablamos idiomas distintos.
Rato después, cuando por fin llegué a mi destino y me apeé del autobús, noté que me mirabas otra vez. Y ni siquiera te dirigí la mirada cuando empecé a caminar por la acera, antes de que el bus arrancara de nuevo. Puede que pensaras que ni siquiera fui consciente de que estabas ahí. A decir verdad, creo que lo prefiero así.
Lo único que importaba era que la caja de Pandora había sido abierta de nuevo.
Y a ver quién era la persona bienaventurada que la conseguía volver a cerrar.