Los cristales estaban arañados y yo ya no podría ver nada. Me perdería el amanecer con su lucero despuntando al alba. Me perdería las lluvias y los granizos, las noches sin luna y aquellas mágicas en las que las estrellas fugaces visten con su estela el ocaso oscuro.
Por no querer ver nada, me lo perdería todo. Y por perder, había perdido hasta las ganas de contemplar algo más que las paredes que me cobijaban y las musarañas negras que me observaban desde lo alto del cuarto donde me atrincheré la última vez que tuve tanto miedo de la vida que me renegué a seguir viviéndola.
Sola y exiliada, me construí en mitad de ninguna parte un castillo con todas las dudas y las preguntas que revoloteaban por mi cabeza como pajarracos molestos, y elevé tanto sus muros, que nadie sería capaz de flanquearlos.
Ese era el problema.
Pero, ¿qué otra opción me quedaba? ¿Cuál era la alternativa, si ya me había desangrado por contemplo y ya no era más que la carcasa de algo que una vez contuvo vida, y ya he sostenido en mis manos temblorosas un corazón que pendía de una cuerda floja entre los dos mundos?
Sólo quiero estar sola y pasearme por todas estas salas inmensamente vacías, y que ni mi propia sombra ni el eco de mi voz me hagan compañía.
Ese era el problema.
Otra de tantas fisuras en la madera de esta casa vieja.
En mis jardines ya no hay flores y las fuentes se han secado. En la mansión ya no quedan más que fantasmas. Bailan entre ellos a través de los corredores y algunas noches los oigo cantar. A veces me traen flores y me las dejan encima de la mesa, pero me agota su presencia aquí y lo único que pido es paz y un poco de silencio de vez en cuando.