jueves, 28 de diciembre de 2017

Perseidas

Era noche cerrada, y nosotros estábamos en mitad de la nada. No recuerdo la hora exacta, pero era una de esas noches de verano en las que no existen las horas exactas, que en el momento saben eternas y se van haciendo más eternas todavía a medida que pasa el tiempo.

No es suficiente si digo que sobre nosotros se encontraba un cielo estrellado. Era el cielo más estrellado que he podido contemplar nunca. Acostumbrada a la ciudad y a su infame contaminación lumínica, me sobrecogía ver una bóveda celeste tan salpicada de estrellas, como si el cielo sufriera algún tipo de horror vacui y no pudiera dejar ni un milímetro sin un astro que lo ocupase. Yo era incapaz de dejar de mirarlo (a pesar de estar jugándome una tortícolis), parecía querer abarcarlo todo, eternamente, tomar mil instantáneas que proteger a buen recaudo en mi memoria y poder volver a ellas una y otra vez.

Nos habíamos pasado la noche entera hablando del todo y de la nada. Más bien hablaba yo y él atendía. Parloteaba y parloteaba, y él escuchaba fascinado todas las cosas que yo le contaba, pese a entender muy pocas. Parecía darle igual de lo que le hablara, mientras que lo hiciera, y  me emocionase con ello. Tengo ese defecto, me emociono demasiado cuando hablo de algo que me gusta o me apasiona.

Las Lágrimas de san Lorenzo llovían esa noche sobre nosotros. Yo pedí deseos con todas las estrellas fugaces que pude. Por si hubiese algo o alguien ahí arriba dispuesto a escucharme. Ya ni recuerdo los deseos que formulé. Ojalá acabasen haciéndose realidad.

El campo de fútbol de tierra en el que nos encontrábamos estaba desierto (¿quién iba a haber a esas horas, en un campo de fútbol en mitad del monte?), por lo que pudimos poner música, himnos al verano y al amor y a la amistad y a cosas que ya nadie recuerda. Recuerdo descalzarme. Y el frío que hacía.  En un momento determinado, le pedí poner una canción. No tenía por qué pedirle permiso, obviamente. Pero tengo esa manía, siempre ando pidiendo las cosas, aunque sean tonterías, y yo sea consciente de ello. Creo que se lo pedí para que fuera consciente de que para mí, eso significaba algo. Y que era un momento íntimo. Así que paró la música que hacía parecer aquello una discoteca fantasma y yo me calcé mis cuñas (¿a quién se le ocurre subir al monte con unos zapatos de cuña? A mí.), me dirigí al centro del campo de fútbol, y escuché Underneath the stars bajo aquel manto de astros que me cubría entera, y bajo aquellas estrellas que llovían sobre mí. Fui tan insignificante en aquel lugar perdido en aquel planeta perdido en aquella galaxia perdida, que me sentí caer al abismo mientras cien lazos de seda se me enredaban en el corazón. Él me contemplaba, a lo lejos. Sabía que era un momento de mí para mí, frágil como el cristal, y tan delicado, y que no debía intentar quebrarlo ni intrometerse. Así que me dejó hacer, y escuchar esa canción que hablaba de girar y girar bajo las estrellas y el universo, mientras yo hacía lo propio y me perdía también bajo el firmamento a tan sólo unos metros de él.

Fugaz como los cometas que caían sobre nosotros, el momento pasó y yo volví junto a él. No sabía qué acababa de ocurrir, sólo que era importante para mí y me hacía ilusión, así que no dijo nada. Creo que le bastó con la sonrisa tenue que se dibujaba en mi cara y mi expresión de alivio, como si acabase de cumplir con una misión muy solemne.
Él me miraba como si contemplase una pintura que nunca fuera capaz de comprender. Creo que eso era lo que le gustaba tanto de mí. Que yo era un misterio y siempre iba a serlo, que aunque caminásemos juntos por aquellas calles que nos habían visto crecer, yo estaba lejos, muy lejos de él, quizá a años luz de distancia, y que nunca iba a alcanzarme. Me quería porque no me entendía. 

Y yo quería que no me entendiese.