lunes, 21 de agosto de 2017

Entrada al olvido

No fallo ni una sola vez: cada vez que paso por allí me quedo mirando el ascensor eternamente suspendido en un punto incierto entre la quinta y sexta planta; imagino que me infiltro a hurtadillas en la oscuridad de la noche, o que me convierto en un espectro y atravieso los muros de hormigón para pasar horas y horas husmeando en los corredores del hotel abandonado, toqueteándolo todo, -la curiosidad mató al gato, pero al menos el gato murió sabiendo- preguntándome cuántos amores se habrán hecho y deshecho en los cientos de habitaciones, qué secretos se encerrarán para siempre entre todas esas paredes.

Tampoco fallo nunca: cada vez que paso por allí, recuerdo aquella vez que Bea y yo nos colamos para contemplar a la ciudad envuelta en un traje de luces. Si las luces de la ciudad eran una túnica, un vestido que la envolvía suavemente, concediéndole un encanto del que durante el día carece, la Alhambra era su corona.

Fue hace unos cuantos años, cuando todavía el hotel abría sus puertas al público. No recuerdo exactamente el mes, pero creo que era primavera. Aunque, al lado de Bea, siempre es primavera. Cuando pienso en aquella noche, no puedo evitar sentir una punzada de vergüenza tiñendo tenuemente mis mejillas, por haber practicado tan de buena fe el deporte nacional: la picaresca española.

El caso es que yo había quedado con ella esa tarde. Caminar sin rumbo y la frescura de la tarde nos enviaron derechitas al río. Y entonces fue cuando Bea propuso que subiéramos a la terraza a disfrutar de la panorámica tan bonita que ofrece Granada de noche.
"Pero, ¿no nos dirán nada?", preguntó mi yo adolescente, tan tímida y tenue como lo seguiría siendo años más tarde. Ella me respondió que no, para nada. Así que franqueamos las puertas, tan dignas como estatuas antiguas, y subimos en el ascensor, sintiéndonos como dos espías de incógnito realizando una misión de alto secreto.

Por fin llegamos arriba, después del que fuera probablemente el viaje en ascensor más largo de la Historia, y salimos a la terraza, inflando el pecho como palomos y poniendo cara de que estábamos disfrutando hasta de las patas de las sillas.

Admito que no había creído del todo a Bea, y que había subestimado el encanto de Granada y el perfume de la noche. Lo admití todo y me tragué mis sospechas cuando nos apoyamos en una baranda y dejamos que la brisa nos acariciase la cara. No recuerdo de qué hablamos estando allí arriba. Quizá ni siquiera lo hicimos, y sencillamente nos rendimos dulcemente a la magia que nos envolvía. Compartir el silencio con una persona y que no os acabe asfixiando es una garantía de que realmente os sentís a gusto. O eso suelo pensar.

Lo único que sé es que congelé el instante y me lo llevé en el bolsillo, lo guardé en una bola de cristal a la que ahora mismo le estoy dando los últimos detalles y dejándola para la eternidad. No recuerdo nada más de aquel día, qué pasó después, cómo volví a mi casa...seguramente, porque nada de eso era importante.

Así que cuando el azar o el subconsciente me dirigen hasta el hotel abandonado, pienso en todo eso. Y en todas las voces que lo recorrerán eternamente mientras siga fluyendo el agua del río y el sol caliente día tras día su piedra negra, fría para siempre.