Me sentí un intruso, un ladrón, alguien que había allanado
una morada que no era suya, que había profanado un momento íntimo y perfecto al
que, sin ninguna duda, no pertenecía.
Ella estaba de espaldas a mí, pero conseguí alcanzar a ver
de refilón la expresión que cruzó su mirada cuando se dio cuenta de que no
estaba sola, de que yo la estaba contemplando en ese estado en el que se
encontraba. Si se avergonzaba o no de que la viera así es algo que nunca podré
afirmar.
No nos dijimos nada. Supongo que los dos nos dimos cuenta de
que cualquier palabra en aquel instante hubiera sonado estúpida, ridícula.
Ella se dio la vuelta hacia mí, de forma lenta y casi
elegante, girando sobre la punta de sus pies descalzos. Llevaba el pelo suelto,
alborotado, que, sumándolo al tono acaramelado de su cabello, le daba aspecto
de león. Su rostro estaba limpio, sin rastro de maquillaje. Y, si lo había
llevado, las lágrimas que sus ojos enrojecidos delataban, se habían encargado
de borrarlo.
La prenda que vestía le hubiera quedado ridícula a
cualquiera. Pero a ella no, por motivos que quizá nunca llegue a comprender. Se
abrazaba a su cuerpo un albornoz viejo de color lila, tan viejo y gastado, que
por algunas zonas ya no era morado, sino más bien blanco. Lo llevaba
entreabierto, por lo que podía insinuarse la ropa interior que se suponía (o
no) que ese albornoz debía esconder.
Pese a todo, no era una imagen erótica. Más bien, me
conmovió. Ella era así, tenía ese poder. No podía dejar de mirarla, y ella lo
sabía.
No me acerqué a ella. No quería tocarla. Supongo que fue la
magia del momento y la atmósfera cristalina que nos envolvía a los dos, pero
tenía la sensación de que, si me rendía a la atracción que ella ejercía sobre
mí y la tomaba entre mis brazos, la rompería como a una figura de porcelana, en
un acto de un egoísmo tan repugnante que la sola idea me causó una tremenda
repulsión.
Ella tampoco hizo ningún ademán de aproximarse a donde
estaba yo; se dedicaba a observarme con esa mirada tan suya, tan azul, tan
infinita , tan celeste y tan marina al mismo tiempo, pero tan de hielo que
congelaba para hacerte arder después, como si concentrase el mundo entero en
sus ojos y todos los elementos de la naturaleza en una sola mirada.
No suspiré, aunque no porque no quisiera hacerlo. Pero eso
hubiera sido demasiado de idiota enamorado, y enamorado quizá no era la palabra
que mejor definía mis sentimientos hacia ella.
Ella para mí era como el arte. De hecho, era arte, una obra
que nunca en mi vida podría cansarme de contemplar. Concentraba en sí misma la
serenidad de la arquitectura, la armonía de la escultura y toda la fuerza
expresiva de la pintura.
Sabía de sobra que, por mucho que la contemplase, nunca
llegaría a entenderla del todo; que para mí sería siempre un enigma sin
resolver, un rompecabezas al que siempre faltarían piezas. Y quizá era por ese motivo
que ella me gustaba tanto.
Volvió a girarse y se llevó el momento con ella: se llevó la
armonía, el silencio lleno de palabras mudas y suspiros reprimidos. Se llevó su
piel suave que no toqué, su rostro claroscuro que no llegué a acariciar. Se
llevó su pelo salvaje en el que no me perdí, y sus ojos de lluvia que me
dejaron seco y perdido en mis cavilaciones, mientras cerró de un portazo y
notaba cómo el silencio se hacía a mi alrededor y me envolvía, suave y pesadamente
a la vez.