lunes, 20 de julio de 2015

El día en que mis ojeras y yo nos hicimos amigas.

A veces paso tanto tiempo sin escribir, que se me olvida, o al menos, creo que lo hago. Después vuelvo a empuñar mi bolígrafo como si fuera un arma (puesto que para mí lo es), y la magia fluye, las palabras brotan y el papel se mancha, y me doy cuenta de que eso nunca se me marchitará.

Hoy quiero hablar de las batallas. Largas, cortas, todas aparentan ser eternas en el momento en el que explotan y comienzan a arder, exhalando nubes de dolor e ira. Las batallas duelen. Pero no luchar normalmente acaba doliendo más. Batallas que gritan, que lloran, que aúllan en dirección al cielo, rompiéndose en alaridos desgarradores.

Pero también hay guerras en silencio. Y esas suelen ser las peores.

Menciono tanto las batallas hoy, porque no hay sentimiento más liberador ni más gratificante, que el que queda cuando te das cuenta de que has acabado de pelar, y sólo sientes paz, una paz tranquila y blanca que te acaricia el pecho.
Suelo pensar que soy una guerra con muchos frentes abiertos, y me siento bien de poder decir que acabo de cerrar uno de ellos. Recordaré este día como el día en que mis ojeras y yo nos hicimos amigas, y parpadeando las abracé, considerándolas de una vez por todas como un atributo más, y no como dos imperfecciones enormes cosidas en mi cara.

Toda mi vida las he aborrecido y criticado de una forma en la que debería estar prohibida criticarse a uno/a mismo/a. Solía pensar que tenía más ojeras que cara, y que algún día, de tan inmensas que las veía, las pisaría y me tropezaría con ellas. Ahora lo pienso y me río. No me río de haber estado tan acomplejada, eso es un horror. Me río de observar cómo podemos llegar a deformar un rasgo nuestro hasta el extremo de ver el rasgo antes que a nosotros/as mismos/as, y no al revés.

Sí, tengo ojeras, en ningún momento lo voy a negar. De pequeña ya las tenía, y el hecho de que al crecer, creciera mi amor por trasnochar, no ayudó a reducirlas. No recuerdo un momento en el que yo no estuviera acomplejada por ellas. Pensaba que la gente no me miraba a mí, sino a ellas, cuando la única que las veía así de inmensas, era yo.

Mientras escribo esto tengo a mi lado un pequeño espejo de mano, para poder verlas mientras escribo esto. El espejito tiene un marco azul.

Mis ojos también.

Las ojeras son mudas, pero tienen mucho que contar.
Son de escribir. De leer. De concentrarse, de jugar. Son un rasgo característico de las criaturas nocturnas cuyo corazón se enciende cuando todo se apaga, como yo.

Son de poetas y artistas, de los que piensan mucho, sueñan mucho y duermen poco. De los que se mueren, de amor o de pena, a las 4 de la mañana. De insomnio. De nervios. De ilusión.

Las ojeras saben a café, bien oscuro y cargado, y a mar salado y azul.

Mis ojeras me hacen ser quien soy, por eso me gustan tanto.


¿Moraleja? Parece mentira la de alto que somos capaces de volar cuando dejamos de aferrarnos a algo que nos corta las alas y nos deja sin aire.