domingo, 28 de junio de 2015

El mar ardió.

El suceso que voy a narrar, ocurrió en un “día”, así, entre comillas. Fue uno de esos días, que no sabes muy bien si denominar como tal, pues no tienen ni pies ni cabeza; uno de esos días en que andas calladito/a y de puntillas, con mucho cuidado de no romper nada.

Fue un día de mar e islas, y barcos a la deriva en mitad de una tormenta. Yo dirigía uno de esos barquitos insignificantes por un mar de incertidumbre y cansancio que fue mi último día antes de cumplir 17 años. Iba pensando y sin pensar al mismo tiempo, con tantas cosas flotando en mi cabeza, que me era imposible pescar una sola. Yo navegaba en mi propio mar, a la vez que navegaba en uno mayor, un campo enorme, ese tipo de campo, que más que parecer un campo, parece la tierra de nadie. Normalmente, los campos están sembrados de vida y esperanza, y te susurran sus planes de un futuro pintado de color verde.  Este no. No había nadie. No había nada. Nada, aparte de un olor a vacío, desesperanza y resignación.
Yo batallaba por no naufragar (si acaso no lo había hecho ya), cuando, desde mi pequeña embarcación, avisté una isla. A simple vista, parecía pequeña, mas cuando me fui acercando, crecía más y más. Tampoco era una isla normal.(¿acaso algo lo fue ese día?)  Era una isla compuesta de kilos y kilos de objetos abandonados, en su mayoría, ropa.

Si ese campo antes me transmitió desesperanza, la aparición de esa isla no hizo que me sintiera mejor. Siempre me he sentido intrigada y curiosa (¡bendita curiosidad y su ansia infatigable!)  por los objetos abandonados, pero esos…me removieron algo por dentro. No sabría decir exactamente qué.
En ese paisaje abandonado a su suerte, había algo fuera de lugar. Era como cuando miras un cuadro y te chirría porque sabes que un elemento no encaja, pero no sabes decir cuál.

Pero reparé en él, hubiera sido muy difícil no haberlo hecho. En medio de esa marea de caos y desamparo, un perro descansaba tendido en un colchón abandonado por Dios sabe quién. Pero ya tenía un nuevo dueño. El perro (o perra) estaba tumbado en una postura de amo, de señor, de dueño del lugar. No había lugar, no había dueño. Ni siquiera había nada. Pero el perro, ese maldito chucho de ahí, era el rey de todo aquello.
Yo permanecí unos segundos parada, contemplando la estampa. Después, continué a la deriva, sintiendo por dentro, que incluso en los lugares más feos nacen flores bonitas, que incluso en la nada, podría encontrarse una algo valioso, como un perro descansando en un colchón, y que, a lo mejor, el camino aparecería cuando dejara de intentar encontrarlo.

Nunca olvidé aquel perro, ni su porte regio, ni su reino, ni su isla, ni aquel día perdido lleno de mares agitados. Pero nunca, por muchas veces que volví a dejarme caer por allí, volví a ver todo aquello.

Pasó más de un mes. Quizá el mar inmenso seguía igual de agitado, pero yo caminaba con mi propio mar un poco más en calma. Ya no llovía, los truenos se habían callado, y en vez de rayos enfadados, era el sol lo que alumbraba mi camino. Llevaba el timón de mi barco con tranquilidad, mientras una suave brisa, de esa que sólo se puede saborear en las puestas de sol veraniegas, me acariciaba el rostro y me alborotaba el pelo.

De repente, como un interruptor al apagarse, la brisa cesó, y fue sustituida por un acre olor. Olía a muerto.

Alcé la vista. Y no, no me encontré ningún cadáver. Ninguna persona estaba muerta. Pero el mar sí. Ese campo tan inmensamente insulso, vacío, y de color amarillo, ahora era negro como el carbón, y negro como la muerte.
No sólo había ardido el campo. El lugar donde antes se encontraba la isla de objetos abandonados  del Rey Can también se había quemado, y no había quedado nada. Ni una pierna de una muñeca, ni un trozo de tela. Nada. Nada de nada.

En ese momento quedé paralizada, como esos gigantes postes eléctricos que habían permanecido impasibles. La diferencia, es que yo no pude permanecer impasible. Por mucho calor que hiciera en ese momento, yo empecé a temblar de forma algo violenta, mientras un trozo del alma se me caía lentamente a los pies.

Ya no habría isla, ya no habría perro, ya no habría barcos, y sobre todo, ya no habría mar. Había ardido.


Mecánicamente, dirigí mi barco de vuelta al puerto, y cuando llegué a casa, escupí toda esa quemazón, esa náusea, y esa desesperanza en un papel, dejándolo todo perdido de tinta de color azul.