sábado, 10 de enero de 2015

Locus amoenus.

Abrí los ojos despacio, lentamente, como intentando en vano parar el tiempo, volver a dormirme, y, tal vez, retomar el sueño en el que estaba inmersa.

En él, me encontraba en el fondo del mar,convertida en un ser acuático, con agallas y aletas, y exploraba las profundidades oceánicas, y miraba y me miraban con curiosidad animales de todo tipo y tamaño. Alargadas y finas morenas de gesto hosco y ojillos brillantes se deslizaban serpenteando a mi vera. Tiburones blanco de dientes puntiagudos y afilados como cuchillos vigilaban la zona, al acecho de alguna presa.  Podía tocar las anémonas, sin peligro alguno por el veneno, y observar a los peces payaso jugueteando entre sus tentáculos.
Yo nadaba libre, completa y totalmente libre, sin cansarme, sin ahogarme, sin parar, y sin tampoco desearlo.

Pero me había despertado. Me había despertado y el sueño se había esfumado de la misma manera en que había venido. La burbuja de aquella fantasía había explotado, y yo ahora tenía la cara llena de los restos del jabón.
Nunca sueño; estos huyen de mí como si me temieran. ¿Por qué tengo que despertar cuando, por una vez, tengo la suerte de ser compensada con uno?

Retiré las sábanas de algodón blanco con un tirón malhumorado. Tan molesta estaba, que ni siquiera me detuve para cubrirme los brazos con una rebeca. Corrí las cortinas que tapaban la  ventana, y mi mal humor quedó completamente disipado en cuanto los tenues rayos del sol de la mañana bañaron el dormitorio, y me acariciaron la cara.

Había llegado a aquella habitación a altas horas de la noche anterior, y me encontraba tan cansada que no reparé en la decoración; tampoco estaba de ánimo.
Parecía que estaba en el escenario de algún cuento de hadas. Las paredes estaban hechas de madera, de una madera oscura de roble. Había, en una de las paredes, una estantería alta repleta de libros. Me acerqué a ella con curiosidad, avanzando lentamente, deslizando mis pies descalzos sobre el suave parquet.
Tras un vistazo a algunos títulos, seguí barriendo con la mirada la estancia.
La cama donde había dormido era grande, de madera y con cuatro postes, de sábanas inmaculadas y mullidas almohadas de pluma.
A los pies de la cama descansaba un baúl grande de madera, sellado por un candado viejo de cobre. Parecía el cofre del tesoro de un pirata.
En la pared de encima de la cama había colgados dos cuadros pequeños, situados a la misma altura. 

En uno de ellos se representaba a un pájaro blanco y delicado, seguramente una paloma de la paz, con las alas extendidas y una ramita de olivo en el pico.  La paloma tenía una actitud de triunfo, de serenidad, de sabiduría.
Los pájaros no pueden sonreír, pero esa paloma, sin embargo, parecía estar haciéndolo; era como, si de alguna forma, estuviera riendo con los ojos.
El otro cuadro, sin embargo, no podía ser más diferente al primero. En este se podía ver un  pájaro negro y grande, con un pico gigantesco. No me considero una experta en aves, pero creo que era un cuervo. Tenía la cabeza girada, mirando directamente al artista, o al espectador. Más que mirar, parecía intentar escanear a cualquiera que contemplase la pintura. Su mirada era fría y amenazadora. Más que un ave, parecía una pequeña porción de peligro con alitas y pico.
¿Qué significaba el contraste entre las dos pinturas? ¿El ying y el yang? ¿La guerra y la paz? ¿El amor y el odio?

Me hallaba inmersa en esa reflexión, cuando me interrumpió un delicioso y dulce aroma que se colaba silenciosamente por la rendija de la puerta, que estaba entreabierta. Olía a chocolate, a chocolate caliente, bien espeso, un olor que irremediablemente me transportaba a mi infancia unos cuantos años atrás, cuando mi abuela fundía gruesas tabletas de cacao en una olla para preparar aquel brebaje dulzón y denso que hacía las delicias de todos, y sabía a felicidad, a amor, y a calor.

Decidí acabar de curiosear por el dormitorio antes de ir a investigar cuál era el origen de tan rico olor.
En la pared opuesta a la librería había un armario. No pude resistirme a abrirlo, y encontré su interior vacío, salvo por un gran oso de peluche. Era gigantesco, casi tan grande como yo, y, al abrazarlo, hundí la nariz en la textura esponjosa y blanda de su cabeza.
No olía a viejo, pero tampoco a nuevo. Emanaba un perfume raro, como de…naranja.
Pero no naranja normal. El osito (u osazo) olía a naranja ácida.
Lo dejé con delicadeza sobre la cama, y lo tapé con las sábanas. 
No quería que pillase un constipado.

Lo único que quedaba en la habitación, era una mesa de escritorio, y una silla, ambas de madera, como casi todo lo que había allí.
Sobre la mesa había un jarrón de tulipanes rojos, un detalle que había pasado por alto antes. Las flores eran frescas, lo que significaba que alguien las había colocado allí hacía relativamente poco.
La ventana. La ventana me estaba mirando fijamente, pidiéndome silenciosamente a gritos que la abriera, que dejara que corriera el aire y aquello se ventilara.
Me costó bastante trabajo, pues el mecanismo de abertura de la ventana era antiguo y estaba algo oxidado.

Nunca había contemplado nada igual.
Nunca antes mis ojos habían sido testigos de tanta belleza.
Había visto fotos de infinidad de lugares preciosos.
Pero claro. No era lo mismo.
Sin embargo, todo aquello era real y lo estaba viendo con mis propios ojos, podía sentir el viento frío en la cara, y aspirar el perfume de los pinos mezclado con el de las flores silvestres que crecían por todas partes.
Estaba en una diminuta cabaña de madera, en mitad de un bosque.
Mi dormitorio me ofrecía una panorámica que me dejaba sin aliento. Podía ver, desplegados a mis pies, como si de una bella alfombra de naturaleza se tratara, centenares de pinos, álamos, y otros árboles que no sabría identificar, meciendo sus ramas con la corriente, como saludándome y dándome los buenos días.
Llegaba hasta mis oídos un rumor tímido de agua, lo que significaba que debía haber un riachuelo corriendo cerca.
Todo aquel paisaje me producía unas ganas salvajes y casi irrefrenables de saltar por la ventana,  sin importarme cuántos metros pudieran haber de caída, y bucear en aquel océano verde, perderme, correr hasta perder el conocimiento, sentirme libre.
Quería sentirme en aquella inmensidad tan libre como se sentía la paloma del cuadro al llevar aquella rama de olivo y surcar el cielo azul batiendo sus alas blancas, o como se sentían los delfines que jugaban saltando sobre las olas en aquel sueño que me fue arrebatado.

Quería ser completamente libre,
y completamente mía.

Respiré profundamente, llenando mis pulmones de aire puro de montaña.
Regresó a mí el aroma placentero del chocolate, y una desagradable sensación de hambre me retorció el estómago, así que seguí el rastro del olor, que me condujo hasta una pequeña cocina de piedra.
En una hornilla, había una olla de humeante chocolate recién hecho.
Pero no había nadie.
Quizá estaba siendo una completa descerebrada y una ingenua, pero la casa no me transmitía malas vibraciones. No tenía pinta de que nadie quisiera envenenarme con una taza de cacao caliente, así que busqué un tazón en los aparadores, me serví un poco, y regresé al dormitorio.


Con cuidado, me encaramé a la ventana, y me senté en el alféizar, con el tazón de chocolate en el regazo y los pies colgando, balanceándose con la brisa, con el sol, con el susurro del agua, los murmullos lejanos de los animales, la paloma, el cuervo, las morenas, el olor a naranja ácida, el chocolate, la madera, las sábanas blancas, y todo lo que había sido el mobiliario de un despertar que no recuerdo bien si fue real o un sueño dentro de otro.